Violencia y elecciones
Es un problema que no se puede soslayar porque, si bien no afecta directamente lo electoral, sí impacta la esencia de un gobierno democrático: la gobernabilidad.
La elección del pasado 6 de junio, a pesar de su contenido preponderantemente municipal y estatal, tuvo en realidad un alcance nacional.
Por un lado, estuvo la renovación de las 300 diputaciones de mayoría relativa, que a pesar de formar parte de una de las dos cámaras legislativas federales (la otra es el Senado, pero éste no se renovó), las candidatas y los candidatos a las diputaciones de los diversos partidos tuvieron que manejar contenidos locales en sus agendas de campaña.
El carácter plebiscitario de la elección estuvo a cargo de los dos grandes bloques participantes: la coalición Juntos Hacemos Historia (Morena-Verde-PT) y la coalición Va por México (PAN-PRI-PRD). La primera promovía la continuidad de la 4T por otros tres años; la segunda impulsaba el freno de aquélla.
Los resultados globales nos dicen que la primera coalición resultó triunfadora a nivel federal y estatal ya que, si bien retrocedió en número de diputaciones federales respecto a la legislatura anterior, conservó la mayoría absoluta (la mitad más uno de las 500 curules), aunque a nivel municipal no pudo retener la mayor parte de los ayuntamientos que tenía en su poder, lo cual da pie a un análisis serio.
La coalición anti-4T, en cambio, se siente triunfadora porque avanzó en relación con la totalidad de curules y municipios que tenía hace tres años, pero no pudo alcanzar la mayoría absoluta, que era su objetivo central. “Victoria pírrica” dirían algunos.
El otro gran tema de fondo, subyacente a lo largo del proceso electoral, fue el de la violencia. Se temía que algunas zonas del país fuesen impactadas por la inseguridad y que ello empañara los comicios del 6 de junio. Sin embargo, hubo una especie de tregua de facto entre los grupos que disputan desde hace tiempo las diversas plazas, y pareciera que dejaron el paso libre al proceso electoral, porque el número de incidentes violentos en el país no fue alarmante, de acuerdo con los reportes de seguridad de aquellos días.
A esto seguramente hizo alusión el primer mandatario al día siguiente de la elección, cuando consideró que “hasta las bandas delictivas se portaron bien”. En efecto, fue una jornada pacífica y participativa, por encima de los promedios de otros años. El factor esperanza en la 4T pudo más que el miedo a la violencia y a la pandemia.
Sin embargo, una semana después de las elecciones, las regiones en disputa por los cárteles delincuenciales retomaron su dinámica de enfrentamientos, con tácticas más crueles y despiadadas, como las aplicadas en Reynosa, Tamaulipas, contra población civil indefensa y desarmada.
Inclusive los grupos opositores a la 4T intentaron utilizar este incidente para hablar de “narcoterrorismo” o “terrorismo”, con el fin de azuzar a la opinión pública y al gobierno de Estados Unidos, llegando a plantear la intervención del vecino país para garantizar la seguridad. Todo un despropósito.
Podemos afirmar que no hay una relación directamente proporcional entre violencia y elecciones (por ejemplo: a mayor competencia política, mayor violencia), sino que la violencia política tiene una dinámica y un curso propios, a pesar de los comicios y no en función de éstos.
De todas formas, es un problema que no se puede soslayar porque, si bien no afecta directamente lo electoral, sí impacta la esencia de un gobierno democrático: la gobernabilidad y la legitimidad.
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