No se derrumba la nobleza
Walter Benjamin hace un interesante señalamiento en su libro La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, cuando afirma que una antigua estatua de Venus en la cultura griega clásica era un objeto de adoración, en tanto que para los clérigos medievales representaba un ídolo maligno, pues su valoración estética, religiosa y política dependía de las relaciones tradicionales y los cultos o, en otras palabras, del momento histórico y las ideas predominantes.
Un ejemplo de esta inversión de la interpretación tuvo lugar a la caída del Gobierno de Irak en 2013, cuando un vehículo de los infantes de Marina de los EE. UU. derribó la estatua de más de 10 metros del dictador Sadam Huseín, lo que Boris Johnson (hoy, primer ministro del Reino Unido; entonces, alcalde de Londres) resumió así: “En una palabra, fue democracia”.
Sin embargo, 17 años después, cuando la estatua de Edward Colston, un traficante de esclavos del siglo XVII, fue derribada en Bristol, Inglaterra, la opinión de Johnson fue diferente: “Tenemos una democracia en este país. Si desea cambiar el paisaje urbano, puede presentarse a las elecciones o votar por alguien que lo haga”.
En la vorágine de la historia se erigen y derrumban monumentos según se mueve la balanza del poder. La fuerza simbólica de las efigies es tal que, desde tiempos de la Roma antigua, los rostros de deidades y emperadores se acuñaban en las monedas, como representación de su valía.
En la época colonial, por ejemplo, en México, los templos indígenas fueron destruidos para construir iglesias, como es el caso de la Catedral Metropolitana, levantada sobre los restos del Templo Mayor. También, recientemente, sobre Paseo de la Reforma en la Ciudad de México se retiró la estatua de Cristóbal Colón, y el espacio fue intervenido por manifestantes feministas que la han rebautizado como la Glorieta de las Mujeres que Luchan, en medio de polémicas sobre la obra que sustituirá al explorador europeo.
De este modo, vemos cómo los monumentos impuestos por una idea hegemónica son cada vez más frecuentemente reemplazados por otros, impulsados desde la población, como en el caso de la estatua ecuestre de Hernán Cortés en el Hotel La Selva, de Cuernavaca, que fue sustituido por otra dedicada a Cuauhtémoc, último tlatoani de Tenochtitlán.
Con la develación y posterior derrumbe de la efigie del presidente Andrés Manuel López Obrador en Atlacomulco queda claro, por una parte, que vivimos un momento histórico en el que tenemos un presidente tan apreciado que es homenajeado en vida y, por otro, que la resistencia al cambio continúa.
No obstante, 24 años de conocer al presidente me permiten constatar que él se opone a los cultos a la personalidad y a la exaltación de personajes vivos. Considerando su filosofía y congruencia, el derribamiento del monumento no le molesta ni le sorprende, especialmente ahora que el PRI regresa a gobernar ese municipio, importante cuna de la clase política del tricolor.
Quizá lo mejor sea prescindir de ese tipo de representaciones simbólicas, pues ya hemos visto que son susceptibles de caer, mas no así los ideales. Parafraseando a Friedrich Nietzsche: más duro que el bronce, durísimo es lo más noble.
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