El dilema
En México, lamentablemente, no nos es ajena la presencia del crimen organizado ni la influencia que ha ejercido ilegalmente sobre el Estado en momentos recientes de nuestra historia. Esta relación no fue estática, y hasta hace muy poco evolucionaba sin ningún tipo de resistencia. Al respecto, en 2013 escribí lo siguiente:
El Estado mexicano como tal no organiza ni comanda escuadrones de la muerte al estilo del Batallón Olimpia de 1968, de los Halcones de 1971 o de la Federal de Seguridad de los años de la Guerra Sucia. Hoy, en el mejor de los casos, los subcontrata (como es la presunción de los “grupos de limpieza” en el municipio de San Nicolás de los Garza, Nuevo León) o, en el peor de los escenarios, los deja hacer y deshacer en amplias regiones del país, con el argumento de que es una guerra entre delincuentes, entre ellos, que no afecta a la sociedad más que en términos de percepción.
El anterior es un extracto de mi libro Escuadrones de la Muerte en México, en el que analicé, bajo una perspectiva histórica, el problema de seguridad pública que inició en 2006. En él advertía los graves inconvenientes que se presentarían con grupos de delincuentes agrupados bajo el mando del crimen organizado. Algunas voces negaron esa posibilidad, otras simplemente no dieron crédito a la información que presentaba, la cual fue producto de una investigación de años en torno al tema.
Y aunque el tiempo validó su contenido, el análisis realizado en el libro, en conjunto con los hechos transcurridos desde su publicación, me orillan a presentar la siguiente reflexión, que considero propicia frente a los tiempos que vivimos y a las posturas que la oposición quiere ahora adoptar: que la interacción entre el Estado mexicano y el crimen organizado evolucionó por lo menos a través de tres etapas fundamentales que hoy pueden ser claramente delimitadas.
Durante la primera, el Estado utilizó a los criminales para convertirlos en su brazo opresor, como sucedió en los movimientos estudiantiles y la Guerra Sucia. Para la segunda, cuyo inicio puede ser rastreado en 2006, el Estado y el crimen organizado se convirtieron en cómplices, como lo muestran los juicios que actualmente enfrentan personas que en su momento estuvieron al frente de la seguridad del país. La tercera inició en 2018, y en ella se ha intentado reivindicar al Estado de derecho, y muchas personas nos preguntamos qué hacer para corregir los errores del pasado.
La llegada al poder de un gobierno de izquierda, comprometido con la pacificación del país, convirtió en una de las preguntas torales para el desarrollo de un nuevo proyecto de nación si lo más conveniente era continuar con una guerra frontal contra el crimen organizado, que ocasionaría daños colaterales sorprendentes, u optar por instalar una estrategia de largo plazo para quitarle a éste su base social, construida a lo largo de muchos años de olvido y abandono de los gobiernos. ¿Qué era y qué es más conveniente? Tal fue y sigue siendo el dilema.
En su momento, la solución fue generar una nueva estrategia de seguridad pública que combinara la reconstrucción del tejido social a través de una política de bienestar universal, sumada a la creación de una nueva corporación, la Guardia Nacional, limpia de todo vestigio de corrupción y que permitiera volver a dibujar, con claridad y sin excepciones, la frontera entre el Estado como garante de la paz, y los grupos criminales que atentaban contra la misma.
No se puede negar que ante el cambio de paradigma de combate al crimen organizado estas células se radicalizaron, y la fuerza que construyeron durante los años en que actuaron con plena impunidad les permitió seguir avanzando en el control de territorios en donde el Estado se debilitó y no ha podido recuperar el mando institucional.
Por otro lado, tampoco se puede permitir que debido a razones políticas se trate de vincular al Gobierno con el crimen organizado; eso es una desmesura y una conducta ruin. Más aún, cuando ese contubernio, iniciado hace décadas por los grupos políticos que hoy buscan empañar los esfuerzos realizados en materia de seguridad, se rompió por completo con el inicio de esta nueva administración.
Evitando politizar el tema, desde mi punto de vista, resolver el problema de seguridad pública en el país requiere encontrar un equilibrio contundente, en el que no se permitan la impunidad ni la tolerancia, pero que tampoco se llegue a la excepción en la aplicación de la ley. Uno en que no haya treguas que lesionen y afecten la convivencia social, pero que tampoco criminalice a las personas que son víctimas de las fallas de un sistema que las dejó en la indefensión durante décadas. Una armonía entre la fuerza del Estado y la protección de los derechos de toda la población.
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