Sexta ola de la violencia
Vivimos una guerra civil informal en la que mexicanas y mexicanos roban, secuestran, matan o desaparecen a otras y otros compatriotas, por razones esencialmente económicas.
La ejecución de dos sacerdotes jesuitas en la zona tarahumara de Chihuahua marca un punto de inflexión y reflexión en el imaginario colectivo: “Ni a los sacerdotes respetan ya”.
Llevamos 16 años (de 2006 a 2022) de una ola de violencia que ha costado, oficialmente, medio millón de víctimas letales, entre ejecuciones y desapariciones forzadas.
Desde una mirada histórica somera, el país estaría inmerso en una especie de sexta ola de violencia. Si bien no hay cifras exactas, se estima que los 11 años de la guerra de Independencia (1810-1821) cobraron entre 300 mil y 400 mil vidas. La guerra de Reforma y la invasión estadounidense habrían reportado entre 25 mil y 50 mil decesos violentos.
La Revolución mexicana, por su cuenta, provocó cuando menos un millón 400 mil muertes, mientras que la guerra Cristera o Cristiada (1926-1929), 250 mil víctimas mortales, según diversos estudios. Cifras preliminares reportan que la llamada Guerra Sucia y la represión de los movimientos de izquierda y sociales, aplicadas por igual de manera clandestina que a la luz del día durante tres décadas, causaron el deceso y la desaparición de entre 40 mil y 60 mil personas.
A diferencia de las cinco olas anteriores, la sexta que estamos viviendo tiene características peculiares. Es una guerra, como las previas, en la que se enfrentan cuerpos de seguridad del Gobierno en turno con algunos sectores de la población, pero presenta causas, motivos y objetivos muy distintos.
La sexta ola no tiene expresamente una justificación ideológica, política o religiosa. No hay un manifiesto a la nación, un programa político de cambio o una proclama de defensa de intereses colectivos o de clase que dé un toque de racionalidad a lo que por naturaleza es irracional. Tampoco existen uno o varios liderazgos sociales, políticos o religiosos que nos digan por qué acuden al exterminio y a la barbarie como recurso para hacerse valer e imponer su fuerza.
No hay un cura Hidalgo, un Ignacio Zaragoza, un Pancho Villa, un Pedro Quintanar (comandante cristero), un Lucio Cabañas o un subcomandante Marcos que nos digan por qué recurren a la violencia. Lo que tenemos ahora son un Mochaorejas, un Chapo, un Señor de los Cielos, una Tuta, un Rey del Huachicol y un repertorio de narcoseries, narcorridos y literatura del crimen que exhiben y desnudan el infierno que estamos viviendo, pero no lo explican ni presentan.
Vivimos una guerra civil informal en la que mexicanas y mexicanos roban, secuestran, matan o desaparecen a otras y otros compatriotas, por razones esencialmente económicas, para apropiarse de un bien escaso como son las fuentes de riqueza, capital, ahorro o propiedades de los demás.
La transferencia de recursos que la violencia ha generado en esta sexta ola se mide en términos del Producto Interno Bruto. Tanto lo que se pierde como lo que se invierte para no perder lo que se tiene, llámese rescate, mordida, piso o pase, puede alcanzar los 10 puntos del PIB de un año.
Las causas estructurales de esta ola roja están claramente identificadas: desigualdad, corrupción, impunidad e incivilidad o deshumanización. Lo que no hemos encontrado aún, ni la sociedad ni el Gobierno, son las políticas que puedan atender de raíz y poner punto final a esta barbarie.
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