La terca realidad

En 1994 era senador de la República, lo que me permitió ser testigo de uno de los años más convulsos para nuestro país en lo político, lo económico y lo social. Aquel año, el Ejército, por instrucciones del presidente en turno, fue desplegado para sofocar la rebelión del Ejército Zapatista en Chiapas. Ese evento abrió una puerta que no se ha podido cerrar: la presencia de las Fuerzas Armadas fuera de los cuarteles.

En 2005, como parte de un operativo que llevó por nombre México Seguro, tropas de las Fuerzas Armadas se situaron en diferentes ciudades del país, concentrándose especialmente en Tamaulipas, con la función de apoyar a la policía local en el combate a la inseguridad pública. Un año después tuvo lugar lo que hoy se conoce como el michoacanazo, el evento que terminó por cambiar la lógica de la participación del Ejército y la Marina en el combate a la violencia y a la inseguridad pública.

Poco o nada cambió en el sexenio posterior, pues los elementos del Ejército y de la Marina siguieron en las calles, sin plazo para su retiro ni normatividad que los protegiera, como tampoco a la sociedad.

Decir que era compleja la realidad que enfrentamos en 2018 —cuando la actual mayoría parlamentaria llegó al Senado de la República— sería un eufemismo.

Ese año, según el INEGI, había 37,297 personas laborando en la Policía Federal, y las policías estatales preventivas contaban con 110,190 elementos. Sumadas, las fuerzas federales y estatales alcanzaban un total de 147,487 integrantes. Más allá de argumentar que este número está por debajo de los estándares internacionales sobre la proporción de policías con base en la población de los países, resultaba innegable que el grado de violencia que se había alcanzado apremiaba a tomar medidas para corregir el rumbo.

Con la creación de la Guardia Nacional, se aspira a contar con 140,000 elementos, es decir, casi alcanzar el total de los federales y estatales que existían en 2018, pero también se busca contar con una institución policial de élite, libre de los vicios del pasado y, por supuesto, lo que ahora ha acaparado el debate público, brindar certeza sobre la participación de las Fuerzas Armadas en materias de seguridad pública, tanto en su temporalidad como en su alcance.

Debido a ello y como parte del proceso de diálogo y consenso que llevamos a cabo en 2019, el Senado de la República formuló un artículo transitorio que establecía un plazo para que las Fuerzas Armadas regresaran a los cuarteles en marzo de 2024, es decir, se contaba con cinco años.

Reclutar a ese número de personas en el plazo de un lustro equivaldría a que cada año se sumaran 28,000 elementos, y mensualmente un poco más de 2,300. Se trataba ya de una tarea titánica, pero se complicó por la pandemia.

Hoy, el 80 por ciento de los elementos de la Guardia Nacional provienen de las Fuerzas Armadas. Se estima, que en el país hay en las calles 192,831 integrantes de la GN, Sedena y Marina, mientras que en las 32 corporaciones estatales se desempeñan 193,890 efectivos; casi una proporción de uno a uno. Además, en 24 entidades hay más militares que policías.

Esa es la terca realidad. Aunque se ha avanzado en su construcción, la Guardia Nacional todavía no está lista para asumir por sí misma los retos que representa la inseguridad pública. Por eso, en semanas recientes se discutió la pertinencia de ampliar el plazo original, pues de no hacerlo se generarían dos vacíos: uno legal y otro de fuerza, que dejarían el camino abierto para la actuación de los grupos del crimen organizado.

Quienes están en contra de ampliar el plazo argumentan que si en cinco años no se logró consolidar la Guardia Nacional no habrá prórroga que alcance. Ante estas posturas se debe señalar que no buscamos ampliar de manera indefinida —como sí ocurría anteriormente— la presencia de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública; al contrario, se pretende establecer un lapso realista, para no repetir los errores de gobiernos previos.

Y a quienes utilizan el argumento relativo a la consolidación de policías estatales y municipales, hay que precisar que en el pasado las reformas a estos cuerpos no se pudieron realizar por cuestiones de orden político, pues ni gobernadores ni alcaldes quisieron perder el control sobre sus corporaciones. Avanzar en la necesaria construcción de las policías locales implica entonces alejarnos de la politización del tema de la seguridad pública; lo mismo se debe pedir para la discusión de la reforma al plazo que actualmente discutimos.

Como coordinador de la mayoría en el Senado de la República y como presidente de la Junta de Coordinación Política, seguiré insistiendo en el diálogo y el entendimiento para lograr un acuerdo que se apegue a la realidad que hoy el país experimenta en materia de seguridad pública, el cual debe alejarse de la politización y acercarse a la reconciliación.

 

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