Este 7 de mayo, en el Vaticano, se puso en marcha el cónclave para definir al nuevo papa, y aunque muchas personas vean este proceso como un asunto exclusivamente espiritual, también se trata, en términos estrictos, de una sucesión. Es decir, más allá de credos, es la elección del jefe del Estado Vaticano, una figura con influencia política, diplomática y cultural de primer orden.
La Santa Sede, además de ser un símbolo religioso, es una potencia geopolítica que participa como observadora permanente en la ONU, mantiene relaciones diplomáticas con más de 180 países —incluido México— e incide en la configuración de agendas globales: desde el combate a la pobreza hasta el medio ambiente y los conflictos armados.
Por eso, no causa extrañeza que el mundo entero, incluyendo analistas, líderes de Gobierno y millones de fieles, tenga la mirada puesta en los muros centenarios de la Capilla Sixtina, donde 133 cardenales menores de 80 años estarán debatiendo, rezando y, sobre todo, votando en el transcurso de estos días.
No habrá celulares ni entrevistas; estarán aislados de toda presión externa. No hay encuestas ni debates públicos, solo silencios, estrategias, consensos y política. Porque también en la Iglesia católica, como en todo espacio de poder, hay bloques, corrientes y diferencias.
En lenguaje secular, podríamos decir que el cónclave se divide entre una izquierda progresista que busca reformas, un centro pragmático que apuesta por la continuidad y una derecha conservadora que desea estructuras más rígidas. Esas tres posturas conviven y disputan la orientación de una institución que tiene más de 1300 millones de fieles en todo el mundo.
Ya lo dice el viejo adagio: “Quien entra papa, sale cardenal”. La historia lo confirma. Las votaciones no siempre se deciden por popularidad o preferencia mediática, sino por la capacidad para tender puentes. De entre los nombres que suenan —Parolin, Zuppi, Tagle, Grech— no hay certeza, solo conjeturas.
Lo que está en juego no es asunto menor. Se trata del rumbo pastoral y político del Vaticano para las próximas décadas, y México, como Estado laico, pero con gran arraigo católico, también permanece atento.
Sin duda, lo que ocurra en este cónclave tendrá impacto real en la comunidad internacional, en la diplomacia y en la forma en que se construyen los puentes entre espiritualidad, justicia social y política.
En un mundo polarizado, el nuevo papa —jefe espiritual, sí, pero también de Estado— tendrá ante sí el desafío de dialogar con la diversidad, ser voz moral frente al poder económico y mantener la unidad sin renunciar a la transformación y al legado de Francisco. De ahí que este cónclave sea también asunto del mundo.
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