En su artículo “Inmigrantes en la ciudad global”, la socióloga neerlandesa Saskia Sassen advierte sobre un fenómeno que ha sido históricamente mal comprendido por los Gobiernos y por buena parte de las élites políticas: las personas migrantes no solo son fuerza de trabajo que cruza fronteras para ocupar los puestos que otros no quieren; son, en realidad, parte esencial de la transformación urbana y cultural, de la vida económica y del tejido social que da forma a las grandes ciudades. Al establecerse, configuran nuevas formas de organización comunitaria, generan vínculos entre países y fortalecen las economías con su trabajo y su capacidad para crear redes.
En ciudades como Nueva York, Chicago o Los Ángeles, las y los migrantes mexicanos son parte indispensable del dinamismo urbano, pero también de las resistencias que impugnan la exclusión y la marginación.
Esto nos permite entender mejor el alcance del proyecto de ley impulsado en Estados Unidos (EE. UU.) por el gobierno de Donald Trump, que propone un impuesto del cinco por ciento a las remesas enviadas por personas migrantes indocumentadas, principalmente desde ese país hacia México.
La iniciativa forma parte de una estrategia fiscal más amplia que busca reducir privilegios fiscales a élites y grandes corporaciones, pero que, en la práctica, afectaría directamente a la población migrante y sus familias.
Recordemos que EE. UU. ha dependido históricamente del trabajo migrante para sostener su economía y, sin embargo, trata a esos mismos trabajadores y trabajadoras con políticas que oscilan entre el desdén, la criminalización y la discriminación.
Trump lleva esa lógica al extremo. Su segundo mandato intensifica medidas proteccionistas que golpean a la economía mexicana, así como la vida de millones de familias que viven del intercambio binacional. Los aranceles impuestos a diversos productos son herramientas políticas de presión y una forma de castigo a nuestro país por no plegarse a su visión.
A esto se suma la propuesta de gravar las remesas, una de las principales fuentes de ingreso para muchas familias mexicanas. Tan solo en 2024 representaron más de 64 mil 700 millones de dólares, y en estados como Oaxaca, Michoacán y Chiapas, cerca del 10 por ciento del PIB local.
Fijar un impuesto a estos envíos sería injusto, discriminatorio e ilegal, al violarse principios constitucionales de igualdad y no discriminación, como los contenidos en la 14.ª enmienda de EE. UU., y en decisiones judiciales como la Plyler v. Doe, que prohíbe negar beneficios o tratar discriminatoriamente a niñas y niños inmigrantes o a familias dependientes de remesas. Además del Tratado para Evitar la Doble Tributación, firmado en 1994.
El impuesto no reduciría la migración ni sería una medida efectiva para solucionar problemas económicos. Al contrario, aumentaría la informalidad en los envíos, haciendo que las remesas salgan a través de canales no regulados y, por tanto, perjudicando la economía de las familias y las políticas migratorias.
Asimismo, esta medida buscaría más bien favorecer intereses fiscales de élites, en lugar de abordar problemas estructurales del sistema fiscal estadounidense. Más allá de lo legal, es una bofetada moral a quienes, con esfuerzo y trabajo, sostienen economías enteras y envían recursos a sus familias en México.
La Presidenta Claudia Sheinbaum ha sido clara y firme a este respecto, mostrando su total rechazo. Y no es una cuestión de soberanía, sino de justicia elemental. México ya articula su defensa jurídica, diplomática y política, y en el Congreso de la Unión la acompañaremos con total convicción.
Ese dinero se traduce en comida, medicina, educación y vivienda. No se lava, no se esconde. Se trabaja y se envía. Al gravarlo, se castiga el bienestar de la gente y las comunidades. Detrás de cada dólar que se envía, hay una historia de sacrificio. Hay una madre que dejó hijos, un joven que cruzó el desierto, un padre que trabaja duro para enviar lo que puede.
La comunidad migrante mexicana no es una carga para EE. UU. Es su columna vertebral silenciosa. Lo ha sido desde los ferrocarriles del siglo XIX hasta las trincheras laborales del siglo XXI. Desde el campo californiano hasta los hospitales neoyorquinos, las y los migrantes mexicanos han estado ahí, trabajando, resistiendo, construyendo.
La Presidenta sabe bien que no hay transformación verdadera si se abandona a quienes más han aportado desde fuera del país. Las y los migrantes son parte de este proceso. Son heroínas y héroes. Lo que está en juego no es solo un porcentaje en una transacción bancaria, sino la dignidad de millones de personas.
Hoy más que nunca, es momento de estar con nuestra gente. De abrazarla con leyes, con políticas y con amor patrio. Porque si algo ha demostrado la comunidad migrante mexicana es que nunca para de luchar por su país, incluso a miles de kilómetros de distancia. Nosotras y nosotros, desde aquí, tampoco la dejaremos sola.
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