En su libro Cuchillo, Salman Rushdie no solamente relata el atentado que casi le arrebata la vida, sino que también explora los mecanismos que convierten una convicción profunda en un acto de violencia. El cuchillo que lo hirió, más que un objeto físico, fue el símbolo de una narrativa heredada, moldeada por el peso de la historia, las tensiones culturales y los discursos contrapuestos.
Su agresor —un joven nacido muchos años después de haberse emitido la fetua en su contra— parecía responder tanto a una consigna clara como a un clima ideológico que aún persiste en ciertas partes del mundo. Esa dinámica en que las ideas viajan más allá del contexto que las originó y cobran nuevas formas en generaciones posteriores es una constante de nuestra época.
Lo verdaderamente inquietante es que ese tipo de relatos no conoce fronteras ni tiempos: se adaptan, se transforman y siguen circulando como verdades incuestionables. Cuando eso ocurre, ya no se trata de entender, sino de obedecer. Y es entonces cuando, precisamente, el pensamiento crítico se vuelve una forma de resistencia.
En una plaza de Teherán, Irán, existe un reloj que no marca la hora de la oración ni el tiempo para el fin del Ramadán. Es un reloj de guerra: marca el tiempo que, según el ayatolá Alí Jamenei, falta para la desaparición de Israel. Inaugurado en 2017, el reloj señala el 2040 como el año del fin del Estado judío.
Ese reloj es un símbolo y una advertencia. Además, encarna una de las coordenadas del eje que parte el mundo en dos. Por un lado, Irán, Rusia, China y Corea del Norte: un bloque que rechaza el orden occidental y se cohesiona en torno a la resistencia al poder anglosajón.
Del otro, Estados Unidos (EE. UU.), Israel y países de la OTAN, como el Reino Unido, Francia y Alemania, muchos de estos con presencia militar en territorio israelí. Ambos polos, cargados de intereses y armamento, se equilibran no en la diplomacia, sino en la disuasión mutua.
El caso de Irán es singular porque su régimen mezcla religión, identidad nacional y geopolítica con una fórmula que lo hace impredecible. Desde 1979, cuando Ruhollah Jomeini regresó del exilio para derrocar al sah y fundar la República Islámica, los ayatolás gobiernan con una autoridad que mezcla la sharía con el control del Estado. No son políticos, sino intérpretes de la voluntad divina con mando sobre el Ejército, el Parlamento y los medios.
En el discurso jomeinista, Israel es el “pequeño Satán”, subordinado al “gran Satán” que es EE. UU. Esa narrativa no ha cambiado con Jamenei. Por el contrario, se fortaleció. El respaldo a grupos como Hezbolá y Hamás no es un secreto, sino parte del guion de exportación de la revolución islámica.
El ataque de Israel a Irán, ocurrido la madrugada del pasado 13 de junio, no fue un arranque impulsivo, fue un movimiento cuidadosamente planeado con decenas de objetivos y la eliminación de figuras clave del régimen iraní. Se trató de una operación para frenar lo que Israel considera un punto de no retorno: la posibilidad de que Irán tenga la bomba atómica.
El resultado: la mayor crisis en décadas en Oriente Medio. Irán también respondió con misiles; Israel, con más bombardeos. EE. UU. reforzó su presencia militar. Rusia y China hicieron pronunciamientos y enviaron mensajes disuasivos, las bolsas cayeron, el petróleo subió y el mundo contuvo la respiración, porque ya no se trata solo de una guerra regional, puesto que ahora está en juego el tablero global.
En lo que respecta a México, la presidenta Claudia Sheinbaum destacó que la postura de nuestra nación es que siempre haya paz, y promoverla de todas las formas posibles y de manera amplia. De ahí la importancia de seguir de cerca a estos dos ejes del mundo, que mantienen al planeta en una tensa estabilidad y que ahora parecen estar chocando. No directamente, pero la posibilidad de que se activen alianzas y compromisos es real.
En un contexto exacerbado por noticias virales, discursos incendiarios e infodemias, la sociedad necesita mantener la serenidad y el sentido crítico. Por una parte, hay quienes ven en Irán una resistencia heroica al imperialismo. Otros ven en Israel una democracia sitiada que lucha por su supervivencia; pero la realidad es más compleja, ya que ambos países tienen razones y excesos, heridas y errores.
Lo que no puede permitirse es romantizar la violencia ni trivializar el exterminio anunciado. La paz no se construye desde los extremos. Hoy, recordar a Rushdie —y al cuchillo que casi lo mató— es tener presente que las ideas no mueren, pero que pueden cambiar.
El reloj en Teherán marca la cuenta regresiva de un odio, y nosotras y nosotros, desde este lado del mundo, podemos contribuir a que no marque el inicio de una nueva oscuridad.
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