¿…Y si borramos el 2020?
El lastre económico, financiero y social del 2020, ése sí puede ser enviado al basurero de la historia.
Si la vacuna contra la COVID-19 se encuentra disponible a fin de año, el ciclo de afectación del nuevo coronavirus habrá cumplido 12 meses. Un año exacto, en el que la muerte, la enfermedad, la depresión en todas sus expresiones —desde la económica hasta la cultural— habrán sido la marca dominante.
El 2020 había sido descrito, en casi todos los estudios de prospectiva de inicio del tercer milenio, como un año feliz: sin guerras, sin enfermedades, sin pobreza extrema, y como una aldea global de progreso y bienestar. Sólo algunos ensayos de ciencia ficción y la empresa canadiense de monitoreo de infecciones BlueDot habrían advertido de la aparición y rápida propagación pandémica del coronavirus en este año.
Después de todo, el saldo de la COVID-19 no ha sido tan devastador en términos de salud pública como ya lo es en términos económicos y financieros. En diciembre de este año habrá más personas pobres en todo el mundo, miles de empresas desaparecidas, naciones más endeudadas, sistemas de salud precarizados y familias en la incertidumbre y el desamparo.
¿Qué hacer con el 2020? Una vez producida la vacuna, una posible solución es borrarlo del calendario. Es decir, congelar y cortar los estados contables, fiscales, laborales, financieros, presupuestales y de planeación estratégica al 31 de diciembre de 2019. Confinar y declarar formalmente perdido el año 2020, y reiniciar toda la contabilidad privada, pública, social, nacional e internacional el 1 de enero de 2021 del calendario gregoriano, que bien podría convertirse en el 1de enero del 2020 en un calendario pospandémico.
Esto implicaría que cada quien asumiera un costo proporcional a su posición en el sistema de producción económica: los banqueros no cobrarían los intereses de un año; las haciendas no obtendrían los impuestos de 12 meses; las escuelas repetirían el ciclo escolar sin reprobar a nadie; las deudas públicas de este año se condonarían; los contratos civiles, mercantiles, administrativos, comerciales o financieros suscritos este año pasarían en automático al próximo; incluso, los nacimientos y decesos del 2020 pasarían a ser registrados formalmente en el próximo.
El mundo está construido sobre la base de convenciones y acuerdos. Se mueve conforme a un orden que no es sobrenatural ni eterno, sino convencional y consensuado. El tiempo es humano, no divino. El calendario con el que actualmente medimos nuestro tiempo y devenir fue acordado en 1582 por el papa Gregorio XIII y el Concilio de Trento. De esa forma resolvieron el desfase que había entre el año civil y el año trópico, ya que cada año no encajaban diez días.
Hoy, en la mayor parte del planeta, las y los habitantes adelantan sus relojes una hora cada seis meses, y lo atrasan una hora un semestre después. También, de manera convencional, las naciones pueden quitarles a sus monedas un cero o modificar sus métricas en función de sus experiencias e intereses nacionales.
Borrar el 2020 no significaría tirarlo a la basura o inducir la amnesia colectiva por razones de una experiencia traumática. Hay dimensiones y aportaciones de este año (especialmente las científicas, sanitarias y médicas) que deben fundar el próximo. Pero el lastre económico, financiero y social del 2020, ése sí puede ser enviado al basurero de la historia.
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