De Washington al Bajío
Andrés Manuel López Obrador llegó a Washington en vuelo comercial, sin los gastos suntuarios con los que viajaban los mandatarios del pasado. Llegó con una comitiva pequeña y discreta, no con una corte al estilo victoriano. El presidente de México se trasladó a los Estados Unidos de América con la austeridad republicana como bandera y como elemento importante de la nueva diplomacia mexicana.
El terreno no era, a primera vista, el más amigable. El presidente López Obrador se tendría que encontrar con el mandatario republicano Donald Trump, antípoda de la izquierda, antimigrante y antimexicano. Muchas eran las voces que vaticinaban una catástrofe. Pero la actitud conciliadora, el talante democrático y la habilidad política del jefe del Estado mexicano logró elevar la discusión por encima de las diferencias, para relanzar a América del Norte como un polo de crecimiento económico pospandémico.
Esa misma capacidad la demostró la semana pasada, al reunirse con tres gobernadores de colores diferentes: azul, naranja y tricolor, en lo que se convirtió en la gira de la conciliación por Guanajuato, Jalisco y Colima. Los tres encuentros se dan en un momento adecuado, pues la pandemia exacerbó las habituales diferencias políticas entre los gobiernos estatales y federales. Por eso, al igual que en la gira del presidente a Washington, muchas fueron las personas que se frotaron las manos esperando fuertes encontronazos, pero una vez más los pronósticos fallaron.
Entre los puntos coincidentes de la gira resaltó la necesidad de cerrar filas para pacificar al país. También, la importancia de que gobiernos locales con distintos signos políticos convivan y coexistan con el gobierno federal, para unir a la sociedad mexicana. Pero el último y más debatido de los puntos fue la necesidad de redistribuir los recursos fiscales, cuyo meollo está en cómo se distribuye el dinero proveniente de los impuestos que recauda la Federación y cuánto le corresponde a cada una de las entidades federativas.
Paradójicamente, en los años ochenta del siglo pasado fueron los estados los que pidieron que la Federación recaudara por ellos. Primero por cuestiones técnicas, pero después por cálculos políticos. Ahora, en medio de un cambio de régimen que necesariamente implica la revisión y el replanteamiento de las relaciones entre el centro y la periferia, algunos gobernadores acusan la molestia que les genera este acuerdo fraguado en el pasado, y son ellos mismos quienes piden más centralismo y mayor atención por parte de la Federación.
Pero es que durante años el esquema fue muy cómodo para los estados, pues mientras la Federación se tiene que encargar de recaudar, ellos solamente se preocupan por gastar. La recaudación en México ha sido históricamente de las más bajas en América Latina y, sin embargo, la exigencia de las entidades federativas es ahora de las más altas, pero en medio de la crisis económica y sanitaria generada por la pandemia, los límites y los puntos de inflexión de este caduco sistema han quedado a la vista.
Por ello, resulta razonable que se revise el esquema de la redistribución de los recursos fiscales, tal y como el mismo presidente AMLO lo reconoció durante su gira, pero antes de que ocurra cualquier revisión en el cálculo o la forma de distribución de los recursos, sería conveniente que gobernadores y gobernadoras hicieran un ejercicio de introspección sobre cómo y para qué los utilizan.
La revisión del pacto fiscal tiene que estar necesariamente precedida por una reestructuración de los gastos estatales. De nada servirá construir mejores esquemas de distribución, si los gobiernos estatales no pueden aplicar políticas distintas, enfocadas a disminuir el gasto corriente de las entidades y a evitar el derroche de dinero en lujos innecesarios, para, en su lugar, instalar medidas de austeridad a favor de la sociedad.
Antes de cambiar fórmulas y pactos, los estados deben mostrar que lo que realmente quieren es un federalismo transparente y no uno opaco en el cual el gasto se confunde con el gusto, y los mandatarios electos democráticamente se convierten en virreyes plenipotenciarios. Además, no hay que olvidar que los alcaldes y alcaldesas reclaman a los ejecutivos estatales lo mismo que éstos exigen a la Federación.
De cierta manera, la pandemia reflejó la necesidad de que el proceso de revisión del pacto fiscal sea escalonado, empezando por la política particular de los estados, para llegar a la generalidad de la Federación. Y mientras el presidente de la República no ha recurrido a la adquisición de ningún endeudamiento y ha priorizado la atención a la población más vulnerable, algunos estados decidieron caer en las fórmulas simples que producen malestar a largo plazo, basadas en rescates millonarios a costa de un endeudamiento irreflexivo, que genera una pesada carga no sólo a la sociedad, sino a las generaciones que están por venir. En este sentido, se debe tener claro que reformar el federalismo para adquirir deuda no puede ser el camino a seguir.
La del federalismo mexicano es una red difícil de construir, pues tiene que resistir el peso de un país de más de 120 millones de habitantes distribuidos en un extenso territorio dividido en 32 realidades diferentes. Afortunadamente, contamos con un presidente que sabe tejer acuerdos y que en las diferencias encuentra coincidencias; en el conflicto, conciliación, y en las exigencias, oportunidades para un futuro mejor.
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