La muerte del papa Francisco, a los 88 años, conmovió al mundo entero, más allá de credos, geografías o ideologías. No fue solamente el primer papa latinoamericano ni simplemente el primer sumo pontífice jesuita; fue, sobre todo, un líder moral que supo colocarse del lado correcto de la historia: del lado del pueblo, de las personas pobres, migrantes y desposeídas.
Desde el Vaticano, cumbre simbólica del poder eclesiástico, Jorge Mario Bergoglio rompió moldes. Hizo política sin ser político, y lo hizo bien. Sus actos —renunciar a los lujos, vivir con austeridad, visitar cárceles, tender la mano a las víctimas— tuvieron sentido y dirección. Cada uno fue un hecho que habló más que cualquier discurso.
A muchos incomodó su postura crítica frente al modelo neoliberal, su denuncia de la deshumanización, su defensa del medio ambiente y su reclamo constante de que la Iglesia católica debía salir a las periferias. Por eso lo llamaron el papa de los pobres, aunque fue mucho más: fue el papa del mundo real.
Con firmeza, y a veces con ternura, Francisco habló de la necesidad de poner al ser humano en el centro de todas las decisiones. No temió alzar la voz frente a los poderosos ni mancharse los zapatos en comunidades que nunca soñaron recibir la visita de un papa. En el más profundo sentido del término, fue un hombre de territorio y no de escritorio.
Su testamento, sencillo y coherente, también fue ejemplar. Rechazó honores, sepulcros suntuosos, simbolismos pomposos. Eligió el descanso eterno en una basílica cercana al pueblo, con una lápida modesta y una sola palabra: Franciscus. Ni más ni menos. Así vivió y así se despidió.
Hoy, mientras el mundo se prepara para elegir al papa sucesor, lo que no está en juego es el impacto que Francisco deja en la conciencia colectiva. Millones de personas vulnerables recordarán que alguna vez, desde el sitio más alto de la Iglesia católica, un hombre habló en su nombre y caminó a su lado.
En México, la presidenta Claudia Sheinbaum reconoció públicamente el legado humanista de Francisco. Como Estado laico, pero también como representantes populares, nos corresponde aprender del ejemplo de este hombre: seguir escuchando, sirviendo, construyendo puentes, caminar entre la gente, trabajar por quienes menos tienen.
El papa ya no está físicamente, pero su voz continuará escuchándose por muchos años. En tiempos complejos como los que vivimos, su legado es un atisbo de esperanza. Como él mismo expresó alguna vez: “La paz se basa en el respeto de cada persona, independientemente de su historia; en el respeto del derecho y del bien común.”
Estoy seguro de que su ejemplo nos seguirá impulsando desde la trinchera que nos corresponde.
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