El coronavirus y la desigualdad
La historia nos muestra que las epidemias han funcionado como grandes igualadores, siendo el ejemplo más común el de la peste negra. El poder destructivo de esa plaga arrasó con la vida de millones de personas, generando escasez de mano de obra, incrementando los salarios y disminuyendo la desigualdad. Por esta razón, tanto las epidemias como las guerras son conocidas como malignas fuerzas niveladoras.
El siglo XXI no había sido testigo de un acontecimiento de esta magnitud, hasta que recientemente el coronavirus SARS-CoV-2 entró a la vida de las sociedades de manera disruptiva. La enfermedad COVID-19 inició como una crisis sanitaria que en muy poco tiempo mutó también a una crisis económica como ninguna otra, al afectar tanto la oferta como la demanda de los países, por lo que ha adquirido una naturaleza distinta a pandemias pasadas.
Está quedando claro que, si bien la pandemia ataca a todos los seres humanos por igual, sus efectos están siendo especialmente profundos entre las personas más pobres. Ésta es una realidad no sólo para países con economías emergentes, sino para naciones con economías mucho más avanzadas. Por ejemplo, en Estados Unidos de América, una de las economías más robustas del mundo, el exacerbado nivel de desigualdad en el acceso a servicios de salud ha ocasionado que quienes menos tienen sean más vulnerables al virus.
La población más pobre alrededor del mundo está enfrentando mayores dificultades para acceder a los servicios de salud, pero, además, al no contar con los niveles de ingreso mínimo necesarios a causa de las estrategias de confinamiento, su condición puede empeorar, dando lugar a que millones de personas caigan en pobreza y pobreza extrema.
De esta manera, la situación actual sugiere que, a diferencia de otras fuerzas niveladoras del pasado, el nuevo coronavirus tenderá a generar mayor pobreza y a exacerbar los niveles de desigualdad. Por esta razón, una vez que los países puedan superar la crisis de salud pública, se tendrán que diseñar políticas focalizadas para disminuir los niveles de desigualdad y, sobre todo, para contar con políticas más efectivas de combate a la pobreza, especialmente en las economías emergentes.
A esto se suman los daños que la desigualdad está demostrando tener en la calidad de vida de las personas más vulnerables, pero también en la de toda la sociedad. Si los países tuvieran sistemas de seguridad social más robustos, impulsados por Estados de bienestar funcionales, entonces las capacidades para hacer frente a una emergencia como la actual hubieran sido mucho mayores.
Es cierto que ningún país estaba preparado para enfrentar una situación de esta magnitud; sin embargo, también es cierto que aquellas naciones que contaban con mejores sistemas son las que hasta el momento han podido amortiguar de mejor manera el golpe generado por el virus. Por ello, es importante que tanto desde el sector público como desde el sector privado se empiece a generar una coordinación sensata y responsable, para que después de la pandemia se comience a transitar hacia un mundo más equitativo. Solamente así evitaremos que las generaciones posteriores sufran los estragos de una crisis como la ocasionada por la pandemia de COVID-19.
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