El estado de excepción: un peligroso acercamiento a la discrecionalidad
El pasado 27 de marzo, la Asamblea Legislativa de El Salvador, país centroamericano muy cercano a México geográfica e históricamente, aprobó el estado de excepción en todo el país.
En las próximas semanas se suspenderán varias libertades y garantías individuales con el objetivo de que el Estado despliegue militares y policías en los lugares con mayor incidencia delictiva. Se interrumpirá la libertad de reunión, la inviolabilidad de la correspondencia y el derecho de la persona detenida a ser informada sobre las razones de su captura. Además, el periodo de detención administrativa se prolongará de tres días hasta 15 como máximo.
La medida en sí misma no es ilegal porque cuenta con la aprobación del Poder Legislativo salvadoreño, órgano elegido democráticamente, y está amparada por el artículo 29 de la Constitución de ese país, que faculta al Gobierno a establecer el régimen de excepción en diversos escenarios, entre los que se incluyen graves perturbaciones al orden público; tal y como ha sucedido en los últimos días.
Sin embargo, la oposición argumenta que la aplicación de esta política vulnera el régimen democrático del país y viola los Derechos Humanos, particularmente, de los pandilleros presuntamente involucrados en los asesinatos y, en general, de la población civil.
Lo cierto es que el estado de excepción no se había implementado en El Salvador desde la firma de los Acuerdo de Paz el 16 de enero de 1992 en la Ciudad de México. Y aunque, se insiste, su uso no representa ningún tipo de ilegalidad, su discrecionalidad puede vulnerar los Derechos Humanos de la población.
Y aunque, se insiste, su uso no representa ningún tipo de ilegalidad, su discrecionalidad puede vulnerar los Derechos Humanos de la población.
De acuerdo con la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés), organización no gubernamental defensora de los Derechos Humanos en el continente, el estado de excepción implementado en El Salvador incluye garantías que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha designado como susceptibles de no suspensión, como el debido proceso y el derecho a la defensa.
Anteriormente, en 2020, se difundieron algunas imágenes sensibles, en las que se observaba el trato de las autoridades penitenciarias a los reclusos pertenecientes a diversas pandillas salvadoreñas, en el marco de una crisis de seguridad y violencia. Este antecedente eleva la suspicacia por el posible uso discrecional de la implementación del estado de excepción.
Durante la crisis de salud por COVID-19, muchos países decretaron estado de emergencia. Las preocupaciones, en ese momento, se centraron en la posible degradación de la democracia y el aumento del autoritarismo por la constante implementación de la medida. Aunque es muy pronto para emitir conclusiones porque la pandemia no ha concluido, lo cierto es que el abuso, o no, de la disposición ha dependido de la observancia desde el Poder Ejecutivo de las reglas y límites a la medida, y de la separación de poderes para hacerlas cumplir.
Por sí mismo el estado de excepción no representa un retroceso democrático ya que se incluye en gran parte de los esquemas legales del mundo. La erosión de las libertades llega con el uso discrecional o arbitrario de la suspensión de garantías y derechos. El filósofo italiano, Giorgio Agamben, argumenta en su obra de 2004 que es frecuente que las democracias utilicen y abusen de esta herramienta para justificar su desvío del Estado de derecho.
Expertos coinciden en que, para un país como El Salvador, que vive desde hace varias décadas una crisis de violencia social –incluso en 2015 se le clasificó como el país más violento del mundo–, implementar este tipo de medidas puede tener resultados negativos y generar más inseguridad.
De acuerdo con el Crisis Group, por lo menos durante las últimas cuatro administraciones presidenciales en El Salvador, previas a la actual, se han implementado políticas públicas de “mano dura” y represión para la prevención del crimen. Las detenciones y encarcelamientos masivos han sido los mecanismos recurrentes para contener la inseguridad durante los últimos años. Sin embargo, es evidente que el enfoque no ha funcionado e, incluso, ha provocado un ciclo de mayor violencia y abuso del Estado.
En todos los casos, justamente para no producir más violencia, los límites al uso de la suspensión de garantías deben incluir, por ejemplo, la prohibición de la tortura y otras medidas violatorias de los derechos fundamentales. Además, especialistas en la materia indican que la implementación de estas disposiciones de carácter provisional no debe convertirse en práctica común ni debe permanecer después del periodo definido. El estado de excepción y sus condiciones es una medida temporal, incluso cuando se invoca el bien común.
La impartición de justicia no puede ir de la mano de la violación de los Derechos Humanos de la población.
Una política de “mano dura” no debería acompañarse de ilegalidad. El Estado tiene el objeto de perseguir la paz y combatir el crimen, pero no bajo amenazas, tortura o uso indiscriminado de la fuerza.
Aunque es un acto legal, el estado de excepción debe implementarse con límites claros, sin discrecionalidad, y bajo el estricto respeto a los Derechos Humanos de toda la población. La violencia no se combate con más violencia. Como autoridades nuestro deber es mirar al pasado, revisar la política que no ha funcionado y aplicar nuevos enfoques creativos y respetuosos de los Derechos Humanos de todas y todos.
Twitter y Facebook: @RicardoMonrealA