Presidencia itinerante

Pedir que no haya un presidente itinerante es como exigir a sus detractores que no salgan a las calles a expresarse y que mejor se queden en casa.

Inicia uno de los desconfinamientos más largos en la historia de la salud pública del país.

Hasta ahora se ha logrado satisfactoriamente domar a la pandemia y a sus efectos más nocivos. Las lamentables escenas de Lombardía, Barcelona, Nueva York o Quito no se han presentado en México.

Pero la amenaza del rebrote sigue allí y, ahora, la presión por reactivar la economía es tan fuerte —o más— que la pandemia misma. Es una presión en dos vías: la social y la política. La primera, alimentada por el desempleo, el cierre de miles de empresas y la inseguridad que, si bien tuvo un ligero descenso durante la cuarentena, sigue acechando nuestra vida pública.

Por su parte, la presión política es la expresión normal y natural de todo lo anterior. Las manifestaciones anti-4T del fin de semana contaron con el aliento de algunos grupos empresariales, medios de comunicación, periodistas, intelectuales, partidos de oposición y las infaltables granjas de bots, que por momentos parecían llevar la conversación de las redes a un color rojo pandémico.

En medio de esta bruma de mensajes, símbolos y señales encontradas surge la Presidencia itinerante. El titular del Ejecutivo federal, AMLO, encabeza el retorno a la nueva normalidad con giras semanales por el territorio nacional, alternadas con semanas de estancia en Palacio Nacional.

Inició por el sureste del país, a ras de tierra, sobre cuatro neumáticos, tal como lo hizo durante los últimos 14 años, con las debidas precauciones sanitarias que dicta la nueva normalidad. Tomó la ruta del México olvidado, del país segregado por la agreste geografía y discriminado por un modelo económico que le asignó el papel de proveedor de recursos naturales y mano de obra para el resto de la nación.

Dejó el altiplano central y cruzó el nudo mixteco para ir al encuentro y refrendo directo de uno de los compromisos fundacionales de la 4T: enfrentar la desigualdad de una de las regiones estratégicas del país, conectándola con los otros Méxicos —el del T-MEC, el del ingreso per cápita más aceptable, el de un relativo mayor bienestar social—, mediante obras de infraestructura pública de alto impacto económico, como el Tren Maya, el Corredor Transístmico y la refinería de Dos Bocas. Esos mismos grandes proyectos que algunos plantearon cancelar para que los recursos liberados se fueran al rescate de otras actividades, de otras regiones, de otras empresas y de otros beneficiarios.

Para algunos, la Presidencia itinerante es un mal ejemplo sanitario. Al recorrer municipios y estados en semáforo rojo, alienta inconscientemente a sus compatriotas a dejar sus casas y regresar a la vieja normalidad.

Sin embargo, está el otro lado de la moneda, el del águila, el de un presidente que es comandante supremo de dos ejércitos que están enfrentando directamente la emergencia sanitaria: el ejército de las batas blancas y el de los uniformes verdes, grises y azules. Estos miles de mexicanos y mexicanas, y los millones que están lidiando con la incertidumbre y el miedo sobre su futuro no necesitan un mandatario confinado y encerrado en Palacio, sino itinerante, dando pasos al frente, mostrando que hay vida, futuro y esperanza después de la contingencia…, guardando la debida distancia.

Pedir que no haya un presidente itinerante es como exigir a sus detractores que no salgan a las calles a expresarse y que mejor se queden en casa.

 

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