¿Ruptura del orden constitucional estadounidense?

No se trata de una simple disputa entre partidos: hablamos de la defensa de la arquitectura constitucional estadounidense y su régimen democrático.

El presidente Donald Trump afirmó que la palabra arancel es hermosa, porque es una poderosa arma de negociación económica y política. Desde hace 40 años lo ha venido diciendo, y si no lo aplicó durante su primer mandato fue porque no tenía ni al Congreso ni a la Suprema Corte de su lado. Hoy los tiene y por eso aplica su teoría económica, que contiene todos los ismos de la llamada Edad Dorada (siglo XIX y primera mitad del XX): proteccionismo, expansionismo, anexionismo, belicismo, imperialismo.

El mandatario republicano, con su estilo frontal y disruptivo, ha comenzado a delinear una nueva ofensiva arancelaria global. China, Japón y Corea del Sur —históricamente enfrentados por sus propias dinámicas estratégicas— comienzan a encontrar un terreno común frente al unilateralismo comercial estadounidense. Canadá y la Unión Europea, por su parte, observan con preocupación el endurecimiento de tarifas que, lejos de incentivar la cooperación económica, amenazan con fragmentar las cadenas globales de valor.

No obstante, el verdadero conflicto no se libra en foros internacionales, sino en el mismo corazón del propio sistema político de los Estados Unidos (EE. UU.): detrás de cada arancel impuesto por decisión presidencial unilateral para restringir el comercio internacional, se borra una línea constitucional, se debilita un contrapeso y se erosiona el principio de legalidad.

La imposición de aranceles, según el diseño constitucional estadounidense, no es una facultad discrecional del presidente; la sección 8 del artículo I de la Carta Magna del país vecino establece que corresponde al Congreso regular el comercio con naciones extranjeras, por lo que cualquier intento del Ejecutivo de sustituir al Legislativo en esta materia, mediante órdenes ejecutivas o proclamaciones unilaterales, no sólo transgrede este principio fundacional y democrático del régimen político, sino que pone en riesgo el equilibrio constitucional.

Alexander Hamilton, en sus ensayos 73 y 78 de la serie Documentos federalistas, defendió con lucidez el papel del Congreso como dique frente a los impulsos autocráticos del Ejecutivo, alertando sobre el riesgo de que el presidente reclamase para sí facultades legislativas, escudándose en la urgencia.

Actualmente, la configuración parlamentaria en la Unión Americana favorece al Partido Republicano, pero no es una mayoría robusta: en el Senado cuenta con 53 escaños frente a los 45 demócratas, más dos independientes; en tanto que en la Cámara de Representantes hay dos vacantes, y la mayoría republicana alcanza 220 curules frente a 213 demócratas. Esa mayoría le permitiría aprobar una reforma arancelaria; sin embargo, el cabildeo de los agricultores, consumidores e industriales afectados por los aranceles podría hacer cambiar esa correlación: se requiere de seis senadores en la Cámara Alta y de cuatro legisladores en la Cámara de Representantes.

No se trata de una simple disputa entre partidos: hablamos de la defensa de la arquitectura constitucional estadounidense y su régimen democrático.

Frente a este escenario, el Congreso de los EE. UU. se encuentra ante una disyuntiva histórica: o reafirma su papel como legislador soberano en materia comercial e impositiva o se resigna a ser un espectador pasivo de las decisiones presidenciales que trastocan la relación de su paìs con el resto del mundo.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

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