¿Se puede acabar con la pobreza?
La pobreza es una realidad que lacera, que lastima y que indigna. Es una situación que implica falta de recursos para satisfacer necesidades básicas, y la exclusión del acceso a derechos humanos como salud, educación y alimentación saludable, o servicios como agua potable y drenaje.
Debemos reconocer que la pobreza es resultado de procesos históricos, como la época colonial, lo que explica en buena medida que la población mundial que mayormente se encuentra en esta situación se agrupe en África subsahariana, que no había sido explorada ni invadida por los europeos al no tener contacto con el mar Mediterráneo; la región de América Latina y el Caribe, que fue drásticamente saqueada y, por otro lado, el subdesarrollo que existe en el campo, que afecta a las regiones antes citadas y a Asia meridional, cuya principal actividad económica es la agricultura.
Esta acumulación de riqueza, fruto del despojo, generó una enorme brecha social que el sistema capitalista moderno aún conserva. El segundo banco más grande de Suiza, Credit Suisse, afirma que incluso durante la pandemia, en 2020, por primera vez en la historia el número de personas adultas millonarias superó el uno por ciento de la población mundial, mientras la ONU advierte que la crisis sanitaria significó un retroceso de 27 años en materia de pobreza extrema en la región de América Latina y el Caribe.
En este contexto, la toma de posesión del nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, y la presentación de una reforma fiscal al Congreso de su país, como el primer gran paso de su administración, representan un cambio positivo para el pensamiento político de la región, que se encuentra en consonancia con los cambios propuestos por el presidente Andrés Manuel López Obrador y aprobados por el Congreso de la Unión.
La propuesta de Petro es clara. Acabar con los beneficios tributarios de las personas con mayores ingresos, combatir las tácticas de evasión fiscal para aumentar la recaudación y con ésta financiar una ambiciosa política social. En sus palabras: “[El] objetivo es que paguen las personas de más de 10 millones de ingresos mensuales (2,300 dólares), que son el dos por ciento de la población de más altos ingresos”.
Progresividad, equidad, eficiencia y suficiencia son los ejes de la reforma presentada, la cual es acorde con los cambios realizados en México, pero incluso apunta un poco más allá. Las promesas del presidente López Obrador de no crear nuevos impuestos, no aumentar los ya existentes y no contraer nueva deuda fueron excelentes para demostrar que la recaudación puede aumentar considerablemente sólo fortaleciendo el Estado de derecho, pero para lograr una auténtica redistribución de la riqueza, que aspire a reducir la inmensa brecha entre personas adineradas y en situación de pobreza, se necesita formular una reforma fiscal que grave la acumulación del capital en manos del uno por ciento más acaudalado. Por cierto, en México, según datos del INEGI, la llamada clase alta representa apenas el 0.8 por ciento de la población.
La pregunta sobre si es posible acabar con la pobreza no se responde con simples discursos ni con mediciones, sino con inversión para el desarrollo de las comunidades menos favorecidas, y con un sistema tributario redistributivo que no tema recaudar en la cúspide de la pirámide económica.
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