Sin reconciliación no hay nación
De todas estas reconciliaciones hablamos cuando afirmamos que sin reconciliación no hay transformación ni nación.
Fue Vicente Guerrero quien acuñó esa expresión, al dar por concluido, con el abrazo de Acatempan entre él y Agustín de Iturbide, el período de luchas internas que siguió a la guerra de Independencia de 1810. Con ese encuentro se unieron las fuerzas realistas con las insurgentes del sur, y entre ambos caudillos consumaron la emancipación de México, con el Plan de Iguala.
El tema de la reconciliación fue planteado también en la guerra de Reforma y en el México posrevolucionario, en sendos planes que las partes en conflicto proponían para lograr la pacificación y la reunificación de los grupos en pugna.
El tema ha adquirido actualidad, en virtud de los cambios impulsados por la 4T, que se reconoce heredera de los postulados por la Independencia, la Reforma y la Revolución. El punto es discernir qué se entiende por reconciliación y qué alcances tiene este planteamiento.
Hasta ahora, la reconciliación fue planteada en su dimensión política: la unidad de proyectos y acuerdos entre los grupos y dirigentes que impulsaron las transformaciones. Sin embargo, esta reconciliación política es solo una parte de la solución. La verdadera reconciliación de la nación implica solucionar los grandes problemas económicos, sociales, educativos, culturales y de justicia, que ponen en riesgo la convivencia pacífica y armoniosa del país.
La reconciliación política implica la realización de elecciones libres, limpias y confiables, para dirimir en las urnas las controversias de los diversos grupos, partidos y movimientos que se disputan el poder público. Esto se logró alcanzar hace apenas unas décadas, ya que el fraude electoral fue la causa principal de asonadas, revueltas y levantamientos armados en el siglo XIX y parte del XX.
El aspecto cuantitativo y más elemental de nuestra democracia electoral (contar bien los votos) apenas se ha resuelto; no obstante, está pendiente el tema de la calidad de las elecciones y de su alto costo, así como el de la eficacia de la gestión de las autoridades electas.
La reconciliación social pasa por acabar con la desigualdad en todas sus facetas: la pobreza y el atraso siguen tan vigentes como lo fueron en las tres transformaciones anteriores. La desigualdad entre regiones, entre clases sociales, entre géneros humanos, entre grupos culturales, entre profesiones, en las comunidades y en las familias mismas sigue atravesando y caracterizando al cuerpo social mexicano.
Es la fuente de conductas colectivas que ya se creían superadas y que ahora renacen con fuerza, como el racismo, el clasismo, el sexismo, el etarismo —o edadismo— y todas las formas de discriminación del México actual. La reconciliación social es la más urgente de las transformaciones pendientes.
Y en la base de todas las reconciliaciones por impulsar está la de naturaleza económica. La globalización selectiva y focalizada que se impuso durante las últimas cuatro décadas fracturó en dos grandes bloques al país: por un lado, una economía exportadora, elitista y altamente concentradora de riqueza y oportunidades y, por el otro, una economía masivamente informal, con ingresos básicos o de sobrevivencia, con una fuerza laboral precaria, orientada a un mercado interno frágil, y generadora de pobreza estructural.
De todas estas reconciliaciones hablamos cuando afirmamos que sin reconciliación no hay transformación ni nación.
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