Su majestad, la tlayuda… y otras expresiones racistas

Hay que tener mente colonizada para suponer que su majestad, la tlayuda, es indigna de ser degustada en los pasillos de un aeropuerto internacional recién estrenado.

La vendedora ambulante de tlayudas en uno de los pasillos del AIFA fue la nota de color en la inauguración del nuevo aeropuerto. Y desafortunadamente fue también ocasión para darnos cuenta de lo arraigados y anclados que aún se encuentran en el país la discriminación, el racismo y el clasismo (causas y efectos de la desigualdad ancestral que padecemos).

Recuerdo la primera vez que conocí y probé una majestuosa tlayuda. Fue en el mercado central de la ciudad de Oaxaca, rodeado de enormes cazuelas de barro rojo y negro, de las que emanaba un popurrí de aromas y sabores que acicateaban mi inclinación gastronómica por la vasta comida local.

Sobre una tortilla de maíz de 30 centímetros de diámetro, cuyo color ocre revelaba que la masa era de grano autóctono de la región, reposaba una base de asientos de chicharrón; una capa de frijoles refritos negros y una pirámide de tasajo rojo, nopales y col verde, así como una hilera de hebras finas de quesillo blanco oaxaqueño, coronado todo ello por unos chapulines recién tostados. Una gama de salsas verdes, rojas y amarillas cerraba ese arcoíris culinario. Comprendí entonces el significado de la palabra tlayuda, de origen náhuatl: “maíz desgranado en abundancia”.

Confieso que cuando empecé a degustar la tlayuda tuve la sensación de que me llevaba a la boca un pedacito de la geografía, la idiosincracia y la cultura de Oaxaca. Tal como sucede con el aguachile de Sinaloa, las enchiladas rojas potosinas, el pescado zarandeado de Nayarit, las coyotas de trigo de Sonora, los pambazos de la Merced, el chile en nogada poblano, los panuchos de cochinita pibil de Mérida, las tortas ahogadas de Guadalajara o el asado de bodas jerezano.

Hay que tener mente colonizada para suponer que su majestad, la tlayuda, es indigna de ser exhibida, preparada y saboreada en los pasillos de un aeropuerto internacional recién estrenado. Y hay que ser lo suficientemente clasista para molestarse por que una trabajadora de la vía pública se instaló en un pasillo del AIFA, antes que cualquier franquicia internacional, y realizó su venta del día. De hecho, ella tenía ganado su espacio en el nuevo aeropuerto desde el inicio de la construcción, ya que durante dos años ofreció sus productos a los obreros del lugar. Así que primera en tiempo, primera en derecho.

Pero, además, hay que ser irremediablemente retrógrados para pensar que una vendedora de origen indígena, con su canasta de alimentos y su vestimenta modesta “afea” o “degrada” una instalación de clase mundial.

Todas las opiniones burlonas y burlescas sobre el episodio de la tlayuda no pasan el examen más elemental para detectar una conducta nefastamente discriminatoria y aspiracionista, en el sentido negativo del término.

¿Cuál es este sentido? El que niega la realidad que le rodea; el que niega al otro, al distinto; a la persona diferente del grupo social; a quien considera inferior por su condición económica, sexual, religiosa, etaria, laboral, étnica o cultural. Es la aspiración nacida del solipsismo, del instinto primario de dominar y pasar por encima del otro, del individualismo posesivo, de la anomia social (C. B. Macpherson).

Gracias a la tlayuda, hoy sabemos que el AIFA no es tan sólo un aeropuerto de primer mundo, sino que es el aeropuerto de todos los mundos que convergen en México.

 

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