Una tragedia en tres actos
La imagen de miles de niñas, mujeres, niños y hombres que agotaron sus alternativas en la búsqueda de una vida digna es triste y desoladora. Las circunstancias los colocaron frente a la difícil disyuntiva de renunciar al bienestar o emprender la aventura incierta de abandonar sus hogares para buscar mejores condiciones socioeconómicas.
La situación que enfrentan hoy miles de venezolanas y venezolanos en la frontera entre México y la Unión Americana es la escena culminante de una tragedia. El pasado 12 de octubre, cientos de familias provenientes de aquel país sudamericano vieron frustradas sus ilusiones de alcanzar “el sueño americano”; se quedaron varadas en medio de la angustia y la incertidumbre después de un abrupto cambio en las disposiciones migratorias estadounidenses.
El nuevo plan migratorio anunciado por el presidente Joe Biden trajo funestas consecuencias para los países que forman parte del flujo migratorio regional, desde Colombia, Ecuador y Perú hasta México. El interés de estas líneas es transmitir la terrible realidad que viven nuestras y nuestros hermanos venezolanos que han decidido emigrar, y que bien se puede dividir en tres actos.
El primero es el origen de esta tragedia, que si bien se puede rastrear desde mucho tiempo atrás, se profundizó en el último lustro, con la crisis en Venezuela, cuya realidad política, económica y social incrementó masivamente los flujos migratorios. Se estima que hasta septiembre de 2022, 7.1 millones de naturales de esa nación vivían fuera de su lugar de origen, lo que representa una quinta parte de la población total.
Factores internos y externos marcaron la desventura de la patria de Simón Bolívar. Por un lado, las consecuencias de la crisis sanitaria ocasionada por el virus SARS-CoV-2 provocaron que migrantes de Venezuela que se habían establecido en otros países de la región buscaran nuevas oportunidades en Estados Unidos. Por el otro, la espiral hiperinflacionaria del orden del 130 por ciento en los últimos años contrajo la economía nacional en un 47 por ciento para 2018, lo que sumió a miles de familias en un drama de carestía y pobreza.
El segundo acto es apenas una estampa entre las desgarradoras peripecias que han tenido que sufrir las y los migrantes venezolanos. Las condiciones en que emprenden su viaje se han vuelto más difíciles y modificaron los patrones migratorios en América Latina. Ahora estas personas, que mayoritariamente viajan con sus familias, se ven obligadas a recorrer rutas de más riesgo, como el cruce del Darién, un área selvática y pantanosa en la frontera entre Colombia y Panamá. Actualmente, el 60 por ciento de las y los venezolanos que emigran hacia Estados Unidos lo hace por esa vía llena de peligros, riesgos y abusos.
Por si fuera poco, la migración venezolana encara las difíciles barreras administrativas que los Gobiernos de Centro- y Sudamérica han tenido que imponer por la presión de Washington. Además, los trámites, visas, documentos y requisitos insalvables se suman a los problemas de integración cultural. La diáspora venezolana no ha estado exenta de actos de discriminación y xenofobia a lo largo de su trayectoria al norte del continente.
El último acto de esta obra contempla las escenas que hemos visto en la última semana, como el acuerdo alcanzado por los Gobiernos de Estados Unidos y México, para aumentar la movilidad laboral en la región. El incremento de 65,000 visas adicionales, de las cuales 24,000 serán gestionadas por el vecino país del norte, parece a todas luces loable, pero insuficiente. Tan sólo en septiembre pasado se registró la solicitud de 33,000 personas que buscaban refugiarse en la Unión Americana.
A pesar del avance para ofrecer alternativas a las personas en movilidad, el éxodo venezolano se enfrenta a nuevos obstáculos. Los requisitos que ahora solicita Estados Unidos equivalen a cerrarles la puerta a nuevas oportunidades de desarrollo, pues son imposibles de cumplir.
A partir del 12 de octubre, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados estima que 2,510 personas fueron expulsadas hacia México, lo que supone una presión migratoria adicional a nuestro país, que ya ve rebasada su capacidad de atención en ciudades como Tijuana, Juárez y Nuevo Laredo. Se estima que diariamente 200 personas cuya solicitud de refugio fue rechazada estarán ingresando a territorio nacional.
Aunque estamos conscientes de que el desenlace de una tragedia suele ser un destino fatal, debemos mantener la esperanza de que la actual situación de estas personas habrá de dar un súbito giro.
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