La aguja en el pajar

Hace algunos años escribí el libro Escuadrones de la muerte en México. En sus páginas daba cuenta del profundo daño que la Guerra Sucia causó en nuestro país. La violencia que generó dejó una cicatriz que aún no termina de sanar; especialmente, las desapariciones forzadas persisten como una herida abierta. Cada número, cada nombre detrás de la estadística y los casos representa una tragedia humana que nos sigue cimbrando y conmoviendo.

Se trata de una tragedia que no es exclusiva de nuestro país. Por ejemplo, durante la dictadura de Jorge Rafael Videla, miles de personas desaparecieron en Argentina a manos del Estado. Hasta hoy, casi medio siglo después, las madres siguen buscando a sus hijas e hijos.

Como afirma el filósofo español Daniel Innerarity, “las transformaciones políticas, sean de tipo revolucionario o evolutivo, modifican tres clases de asuntos: los sujetos, los temas o las condiciones.”

Hoy las desapariciones forzadas siguen siendo un tema vigente, pero su naturaleza cambió. En primer lugar, no son realizadas por un Estado opresor, sino que se encuentran cubiertas por la sombra del crimen organizado, exponiendo la brutalidad de un sistema que devasta comunidades enteras a lo largo y ancho del territorio nacional.

El crimen organizado es un actor clave en la crisis de desapariciones. Su capacidad generó un clima de impunidad que permite que estos horrores ocurran y, desafortunadamente, los jóvenes son reclutados o quedan atrapados en un fuego cruzado que los deja en el abismo de la desaparición forzada.

Las cifras son abrumadoras: según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, que recoge datos de 1962 a 2023, en México más de 111 mil personas están desaparecidas. Y aunque la metodología de ese padrón necesita ser revisada para que cuente con la capacidad de alimentarse de la información recibida por las fiscalías, y brindar retroalimentación, el número es un escalofriante recordatorio de la urgencia de no claudicar en la atención de este problema.

Por otro lado, los sujetos y las condiciones también cambiaron, pues está comprobado que la falta de oportunidades, la desigualdad económica y la pobreza son caldos de cultivo para la violencia y los comportamientos delictivos. Las y los jóvenes mexicanos, en particular, han sido víctimas de este sistema que, con el paso de los años, les negó la oportunidad de tener un futuro digno. Por eso, desde el inicio de la transformación que actualmente se lleva a cabo en el país, cambió la concepción y atención a las juventudes; ya no hablamos de ninis, sino de muchachas y muchachos que necesitan el apoyo del Estado para salir adelante.

A nadie le resulta ajena la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014; aquel lamentable acontecimiento reveló el grado de vulnerabilidad de la población joven de México ante estos problemas. Así también lo ilustran los casos de los jóvenes desaparecidos en Lagos de Moreno, Jalisco, y los que fueron sustraídos de una finca particular en la comunidad de Malpaso, en el municipio de Villanueva, Zacatecas.

Aunque resulte fácil señalar a los responsables de esta tragedia, lo cierto es que debemos enfocarnos en soluciones integrales. No podemos claudicar en la lucha por la justicia y la seguridad de nuestras juventudes.

Por el contrario, tal y como lo hace el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, se deben fortalecer las políticas sociales que brindan oportunidades reales a las y los jóvenes; atacar las causas raíz de la violencia, con objeto de alejarlos de los tentáculos del crimen organizado, y ofrecerles un camino hacia un futuro con bienestar, empleo, educación, salud y esparcimiento.

Mitigar la pesadilla de las desapariciones requiere también fortalecer el sistema de justicia, garantizando que los perpetradores sean juzgados y que las víctimas reciban la reparación del daño sufrido. Esto implica hacer reformas profundas en el sistema legal mexicano, para combatir la impunidad.

La visión para atender el caso de las personas no localizadas y desaparecidas debe ser integral: se debe seguir invirtiendo en una política social que refuerce el núcleo familiar y el tejido social; los sistemas de justicia, las fiscalías y los juzgados tienen que contar con mayor solidez para atender a las víctimas indirectas y castigar a los perpetradores, y tal vez lo más importante, es preciso seguir implementando políticas orientadas a la atención de nuestras y nuestros jóvenes, y alejarlos de una cada vez más arraigada cultura que hace apología del delito. De otra manera, tratar de localizar a quienes no están será como buscar una aguja en un pajar.

 

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