Choque de civilizaciones

El conflicto entre Ucrania y Rusia es una muestra de que las transiciones políticas que dan lugar a un nuevo orden mundial tardan en consolidarse. Una prueba de cómo los cambios institucionales, incluidos los trazos que delimitan fronteras, muchas veces se encuentran supeditados a las presiones ejercidas por la inevitable fuerza de la geografía, que rápidamente se convierte en geopolítica.

Desde 1991, cuando la Unión Soviética se disolvió, la región no ha podido tener un periodo extendido de estabilidad. Su caída dio paso a la súbita formación de quince repúblicas independientes, entre las que se encuentra Ucrania. Este país, que desde el génesis de Rusia ocupa un papel fundamental como muro de contención contra invasiones militares e ideológicas, se convirtió de inmediato en un punto estratégico para los gobiernos rusos.

Ucrania representa con claridad lo que Huntington llamó el choque de las civilizaciones, en el que las relaciones entre los países nacientes se sitúan entre lo distante y lo violento. En Ucrania conviven dos sociedades. La mayoría es católica, afín a los valores occidentales y conservadora en cuanto al nacionalismo se refiere. El resto, perteneciente a la ortodoxia, se encuentra más cerca de lo rusificado y es más oriental que occidental.

Estas diferencias hicieron que la independencia ucraniana viniera también con diferentes puntos de vista. Aquellas personas que, una vez libres del control soviético, prefieren formar parte de la OTAN y la Unión Europea, y las que siguen de acuerdo con permanecer cerca de Rusia y bajo su influencia. Uno de los clímax de este conflicto se alcanzó en 2014, con el estallido de la Revolución de la Dignidad, como resultado de la incapacidad —intencional o no— del entonces presidente de la nación, Viktor Yanukovych, para firmar un acuerdo de entendimiento con la UE.

La Revolución de la Dignidad terminó con la dimisión del mandatario ucraniano. Se pensó que lo siguiente sería que el nuevo gobierno firmara un tratado con la Unión Europea, y que incluso entrara a la OTAN. Pero lo que para algunos gobiernos resultaba una acción coherente, para Rusia se trataba de acciones que ponían en riesgo su liderazgo regional; así que, en respuesta, tomó Crimea, una península autónoma en el sur de Ucrania con fuertes lealtades rusas, con el pretexto de defender los intereses ciudadanos de quienes le son cultural y lingüísticamente afines.

El frágil equilibrio que se había logrado en la región vuelve a colapsar frente a un potencial nuevo conflicto. El gobierno ucraniano ha anunciado que en 2024 intentará adherirse a la Unión Europea; el ruso desplegó más de 100,000 elementos militares en sus fronteras, las cuales sólo retirará si obtiene una garantía de que Ucrania no formará parte de la OTAN, organización que también asumió medidas preventivas ante una posible invasión.

¿A quién le asiste la razón? Ucrania tiene derecho a elegir su gobierno y la dirección que debe tomar. Rusia puede defender lo que le parezcan posiciones válidas, incluido el supuesto expansionismo de la OTAN y la Unión Europea. Lo que no puede pasar, mucho menos en tiempos en que la democracia y la política son los instrumentos para dirimir conflictos, es que las diferencias y el choque de civilizaciones tengan resultados violentos que atenten contra la vida y la dignidad de las personas.

 

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