Fuenteovejuna en Texcaltitlán

La justicia al estilo Fuenteovejuna es entendible y hasta justificable en algunos aspectos… Pero no puede ser una opción de política pública.

Entre 2016 y 2022 se registraron 1,619 linchamientos en el país (1,423 en la modalidad de linchamiento y 196 en grado de tentativa).  El 74 % de ellos, en seis entidades: Puebla, Estado de México, Hidalgo, Tlaxcala, Oaxaca y CDMX, según datos de Norma Ilse Veloz y Raúl Rodríguez Guillén, investigadores de la UAM.

El enfrentamiento en Texcaltitlán, Estado de México, entre civiles armados con escopetas, machetes y segaderas, contra una célula de la delincuencia organizada que les cobraba derecho de piso, se inscribe en ese fenómeno de la justicia por propia mano, en el cual las primeras víctimas son las personas directamente afectadas, pero las segundas son las autoridades mismas, porque ese tipo de “justicia comunitaria” o de Fuenteovejuna refleja el vacío de un Estado de derecho, el cual ha sido rebasado en su función más elemental, que es proveer seguridad y justicia a las y los gobernados.

El suceso de Texcaltitlán, sin embargo, se diferencia de los típicos linchamientos conocidos, por las causas, el número de víctimas y el nivel de fuerzas que se vieron involucradas.

No fue el linchamiento colectivo de unos presuntos robaniños, violadores, asaltantes, robavacas o chupacabras, sino el enfrentamiento entre la autoridad de la comunidad y el grupo delincuencial, por una causa directamente económica: la exacción o expoliación de la escasa fuente de ingresos de una comunidad rural.

El cobro de derechos de piso y de paso tiene postradas a las zonas rurales y semiurbanas del campo mexicano, que son justo aquellas en donde operan las bandas de la delincuencia organizada. Si los impuestos legales suelen ser agraviantes, ese impuesto ilegal que los grupos criminales suelen imponerles a campesinos y productores genera un círculo vicioso de reacciones: primero, el agravio; después, la rabia; luego, la ira y, por último, el estallido social.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE 2023, Inegi), la extorsión ha ido ganando terreno entre la incidencia de delitos personales. “El delito más frecuente (en 2022) fue fraude, con una tasa de 5770. Siguieron el robo o asalto en calle o transporte público con 5689, y la extorsión, con una tasa de 5059 (por cada 100 mil habitantes)”.

Según datos de Coparmex, la extorsión empató ya al delito de robo total o parcial de vehículos (tasa del 24 %, ambas) que padecen sus agremiados, mientras que el robo de mercancía, dinero o maquinaria reporta el 35 %. Es decir, también entre el empresariado es el tercer delito en importancia. Y es la causa de que tres de cada 100 empresas cierren o cambien de ubicación.

Si bien los delitos de más impacto que durante una década azotaron a la población mexicana (homicidios, secuestros, robo a casa, robo a negocio) han ido a la baja en los últimos cinco años, otros ilícitos, que se encontraban soterrados o disminuidos —como la extorsión—, están emergiendo riesgosamente.

La justicia al estilo Fuenteovejuna es entendible y hasta justificable en algunos aspectos, sobre todo cuando la causa es la exacción económica en comunidades marginadas, como en Texcaltitlán (“lugar entre rocas”). Pero no puede ser una opción de política pública (como la modalidad de las autodefensas), porque al final del camino es la negación del Estado de derecho y el camino más corto a la ley de la selva, la ley del revólver, la ley del más sanguinario.

 

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