¿Hacia un “gobierno de jueces”?
Modificar la Constitución no corresponde a un juzgador; es una función irreductible y exclusiva del llamado “órgano reformador permanente”.
En estos días, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha tratado por separado dos temas (derechos de las audiencias y prisión preventiva oficiosa), cuya resolución coloca una vez más sobre la mesa los alcances y la naturaleza del máximo tribunal jurisdiccional de nuestro país.
El punto de controversia es si la Suprema Corte puede modificar la Constitución sin acudir al órgano reformador permanente; es decir, si puede declarar la inaplicación de un artículo constitucional o de todo el ordenamiento en su conjunto, erigiéndose en una doble instancia: juzgadora de iure y legisladora de facto.
Para los casos en que se presenta una dualidad de esta naturaleza, la ciencia política acuñó un término ad hoc, se trata de “gobierno de jueces”, y cuando se valida formalmente la supremacía del poder judicial sobre los otros dos poderes, el fenómeno se conoce con el nombre de “dictadura de jueces” o “dictadura judicial”, que no es sino la forma de gobierno mediante la cual los jueces o magistrados concentran los poderes sustantivos y materiales de los legisladores y/o de los ejecutivos.
En los regímenes democráticos, una corte constitucional existe para proteger, interpretar y tutelar una Constitución, mas no para reformarla, modificarla o reescribirla. Los jueces, al igual que los legisladores y los ejecutivos, son autoridades constituidas, no constituyentes, y sólo pueden ejercer aquellas facultades y funciones que expresamente les están asignadas por la Ley Fundamental.
Cualquier invasión de esferas de competencia de quienes conforman un poder sobre quienes integran a otro es considerada una perversión del Estado de derecho o una irregularidad de la democracia.
Existen actos materiales mediante los cuales un ejecutivo legisla (cuando emite un decreto o una ley de excepción), los legisladores se vuelven juzgadores (cuando instrumentan un juicio de responsabilidad) o los juzgadores legislan (cuando en una controversia ordenan derogar una ley o un decreto del ejecutivo), pero cada uno de ellos está debidamente fundado, motivado y reglamentado en la legislación correspondiente.
¿Qué pasa si el órgano de control constitucional considera que una disposición de la Carta Magna atenta contra los derechos humanos o las garantías fundamentales de las personas, como pudiese ser el caso de la prisión preventiva oficiosa? En lugar de declarar su inaplicabilidad, debe emplazar al reformador para la corrección correspondiente. Incluso, puede guiar al legislativo en los criterios y estándares mínimos bajo los cuales debe modificar la disposición, pero no suplantar sus competencias.
En México ya tuvimos un “gobierno de jueces”, un suprapoder constitucional, al que se llamaba “Supremo Poder Conservador” (1836). Estaba por encima del Ejecutivo, del Legislativo y de la “Alta Corte de Justicia”. Lo conformaban cinco integrantes, que ganaban 6,000 pesos anuales y a quienes se les debía llamar “su excelencia”. Sólo respondían por sus actos “ante Dios y la opinión pública”. Podían derogar leyes, remover presidentes de la República y destituir a jueces. El experimento duró siete años.
En conclusión, modificar una Constitución no corresponde a un juzgador; es una función irreductible y exclusiva del llamado “órgano reformador permanente”, integrado por las dos terceras partes de cada Cámara legislativa federal y por la mayoría de los congresos estatales.
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