La progresividad y la rebelión del capital

Hoy existe el consenso de que la pandemia por COVID-19 cambiará al mundo profundamente. El ejemplo de China, el país donde inició la propagación, nos enseña que, incluso cuando los contagios logren ser controlados, el virus dejará un legado de cambios sociales, económicos y políticos que perdurarán a través del tiempo, y cuya dirección aún divide e, incluso, enfrenta opiniones.

La falta de certeza sobre el tipo de sociedades que tendremos una vez superada la pandemia es, sin duda, motivo de ansiedad y preocupación alrededor del mundo. Las generaciones actuales desarrollaron su estilo de vida con base en valores y en prácticas que tomaron tiempo en arraigarse, la posibilidad de tener que adaptarse rápidamente a modificaciones drásticas generadas por la pandemia no será sencillo.

Los cambios sociales y políticos que ocurrirán como consecuencia de la pandemia son los más difíciles de vislumbrar con exactitud. Intelectuales, académicos, columnistas y líderes de opinión intentan vaticinar lo que sucederá en sus respectivos ámbitos. Y aunque nada es seguro, es altamente probable que los comportamientos sociales cambien por un largo periodo de tiempo y que las políticas de los países tiendan a ser más proteccionistas.

A diferencia de los cambios sociales y políticos, el terremoto económico que la pandemia está causando y los efectos que generará en el mundo son un poco más claros. Se sabe, por ejemplo, que el Producto Interno Bruto (PIB) de los países se contraerá. Los cálculos varían, pero la opinión generalizada es que la mayoría de los países entrará en una fuerte recesión.

El confinamiento necesario para superar la crisis económica impactó directamente la economía mundial de una manera sin precedente. Todo empezó cuando la demanda en China se contrajo y cuando las fábricas del país asiático, tan necesarias en la cadena de producción internacional, se vieron forzadas a cerrar. De inmediato los precios de los bienes primarios como el petróleo empezaron a resentir la disminución de su demanda, causando que de manera instantánea las economías fuertemente dependientes del comercio de estos bienes también se infectaran.

En paralelo, los mercados, que ahora son tratados como seres vivos, empezaron a mostrar su nerviosismo. La gran influencia de las finanzas en las economías de los países causó caídas en las bolsas, tan significativas como la crisis de 2008. La inestabilidad se empezó a convertir en una constante y la mayoría de los índices bursátiles fueron en caída libre.

Cuando el virus llegó al resto del mundo, el confinamiento generalizado fue imposible de evitar; los negocios locales de cada país, de todo tipo, se vieron afectados y la gran mayoría aún permanecen cerrados. Esto ha provocado que sus ingresos y el consumo a nivel nacional se reduzcan. Las pérdidas serán enormes, más aún cuando no existe una fecha segura para que todo vuelva a la normalidad y las empresas puedan levantar nuevamente sus cortinas.

Algunos países han señalado fechas tentativas de cuándo se estima que las economías puedan reabrir sus puertas. En México, se ha anunciado la estrategia de reapertura para las actividades sociales, educativas y económicas para dar paso a la nueva normalidad. Esta estrategia se llevará a cabo de manera gradual, ordenada y cauta, con la finalidad de que sea segura y duradera, y se ha establecido que el regreso a las actividades ocurrirá de acuerdo con la semaforización de cada región.

Para otras naciones, esta temporalidad aún es incierta. En otras latitudes se ha intentado reabrir la economía, sólo para darse cuenta de que la realidad que enfrentarán las pequeñas, medianas y grandes empresas ya no será la misma.

En el caso de China, donde de manera escalonada la economía ha intentado volver a la normalidad, se ha evidenciado que mientras el resto del mundo no lo haga, su comercio seguirá contraído, pues de no ser así la capacidad de compra de sus principales clientes se mantendría por debajo de lo que solía ser. En el país asiático está siendo también evidente que las personas están cambiando sus hábitos. Muchas de ellas están empezando a darle mayor valor al ahorro y menos al consumo, lo que probablemente pueda ocasionar que los niveles de demanda anteriores, al menos al interior de los países, no se vuelvan a alcanzar.

De esta manera, mientras el mundo se encuentra en un estado de coma inducido, las personas están empezando a preguntarse qué tipo de realidad encontrarán una vez que las actividades se reanuden. Cuando el banderazo de salida sea anunciado por los gobiernos, muchas de estas empresas se darán cuenta de que el mercado al que estaban enfocadas ya no existe, haciendo de la innovación y la adaptación dos elementos fundamentales para sobrellevar el cambio.

En este sentido, los gobiernos de los Estados tienen una doble tarea. Por un lado, enfocarse en ganar la batalla contra el virus y evitar una caída más pronunciada de sus economías, diseñando e implementando políticas extraordinarias. Esto es algo que día con día está sucediendo. Las y los líderes del mundo, de acuerdo con sus realidades y prioridades, anuncian medidas de reacción conforme el virus va evolucionando.

La segunda tarea vendrá una vez que el virus sea vencido y que el mundo intente volver a la normalidad. La historia nos muestra que después de toda gran crisis, y durante su vigencia, los presupuestos nacionales tienen que reajustarse y las políticas fiscales tienden a rediseñarse para servir como vehículos que ayuden a los países a tratar de acercarse a la normalidad pasada tanto como sea posible, y a cubrir los costos generados por la emergencia.

En este espacio se ha hablado ya sobre las políticas económicas que gradualmente el mundo y, de manera particular, México han tomado para poder hacer frente a la crisis. Sin embargo, la intención de estas líneas es traer a la discusión posibles herramientas que faciliten, una vez superada la crisis, que haya una manera justa y eficiente de asumir el costo para volver a la normalidad.

Esto es especialmente importante para nuestra nación, pues el pasado nos muestra que bajo el modelo económico del antiguo régimen las crisis económicas eran superadas distribuyendo el costo y los beneficios de los rescates de manera inequitativa. En el país, después de las grandes crisis, las estructuras fiscales no se transformaron para que aquellas personas que se vieron beneficiadas de los endeudamientos fueran quienes gradualmente generaran un mayor aporte para pagarlos.

El caso de México

Al igual que el resto de los países, México vive una crisis profunda que traerá consecuencias funestas; lo más delicado será la pérdida de vidas humanas, que se contarán en varios miles; pero también los efectos económicos que el COVID-19 traerá consigo han encendido los focos de alarma de los distintos sectores.

Al igual que en países donde la ortodoxia de la economía neoliberal es aún predominante, la mayor parte del empresariado, de las cúpulas económicas, partidos políticos e incluso medios de comunicación han sugerido planes económicos basados fundamentalmente en la adquisición de deuda, respecto a lo cual, y de conformidad con la Constitución, corresponde decidir al titular del Poder Ejecutivo federal.

Mayoritariamente, estos planteamientos aconsejan adquirir una deuda cercana a un billón de pesos. Sin embargo, la experiencia del pasado, respecto a las deudas contraídas por gobiernos anteriores no es favorable. El ejemplo más claro es el del Fobaproa, que convirtió deudas privadas en deuda pública, como ya se ha estudiado de manera amplia en otros artículos publicados en este espacio. Asimismo, la existencia de un endeudamiento de casi 11 billones de pesos, heredada de administraciones previas, no ha tenido ningún efecto benéfico para el país, además de que no fue contraída con transparencia, no generó bienestar y no se utilizó en políticas públicas para combatir la desigualdad.

¿Qué requiere México en este momento? Si bien es cierto que no es correcto cerrarse ante la búsqueda de alternativas y planes, también lo es que se debe proceder con cautela para no generar deudas que serían pagadas por las generaciones futuras, y se traducirían en beneficios para una minoría o para un pequeño grupo.

Si se acude a la deuda para enfrentar la crisis económica, se tiene que acudir también a una sólida doctrina fiscal que esté basada fundamentalmente en el principio de la justicia. Es decir, se deben implementar esquemas progresivos sobre el ingreso, sobre el patrimonio y sobre otros aspectos que puedan generar aportaciones extraordinarias, como sucede normalmente en otros países después de momentos de dificultad económica.

Esto no es nuevo, se aplica en algunas sociedades, primordialmente socialdemócratas, desde el siglo pasado, y ha tenido resultados notables para atenuar la desigualdad que, de manera fundamental ante la actual coyuntura, valen la pena ser revisados.

La construcción de los sistemas fiscales modernos

A finales de la Primera Guerra Mundial, las naciones que habían entrado en el conflicto se hacían cuestionamientos muy similares a los que se plantean hoy en día: ¿cómo restableceremos el orden fiscal?, ¿cómo volveremos a tener recursos públicos que vuelvan a permitir las acciones colectivas de los gobiernos?, ¿cómo se pagará la gran deuda de guerra?

No es equivocado decir que el cobro de impuestos nunca ha sido en realidad un asunto eminentemente técnico, sino que desde siempre ha representado un tema político y hasta filosófico.

De hecho, de acuerdo con el filósofo británico Edmund Burke, el ingreso del Estado es el Estado mismo. Sin impuestos no hay en el fondo destino común de la sociedad, porque no hay capacidad colectiva para actuar, así que, en el centro de toda conmoción política, en la intemperie de cualquier guerra siempre hay una revolución fiscal.

La historia es fiel testigo de esta declaración: el antiguo régimen tributario francés desapareció cuando las asambleas revolucionarias votaron la abolición de los privilegios fiscales de la nobleza y el clero; la independencia estadounidense nació de la voluntad de los súbditos de las colonias británicas de tomar en sus propias manos las decisiones de impuestos y destino: “No Taxation without Representation” fue su lema principal. Y al término de los conflictos mundiales, al lado de las democracias y el sufragio universal, nacieron, como de un mismo parto, los sistemas fiscales progresivos.

Es cierto que, en diversos países, antes de la Primera Guerra Mundial ya se habían comenzado a configurar algunos impuestos directos que buscaban cobrar, si no progresivamente, al menos de manera proporcional a los distintos miembros de la sociedad.

En Reino Unido, por ejemplo, había un sistema cedular que separaba los ingresos por tipo de fuentes y que hacía las veces del impuesto sobre la renta (ISR), en Francia y España había una recaudación de ingresos basada en el diezmo, cuyo objetivo era gravar la totalidad de los ingresos (incluido el alquiler de la tierra de los aristócratas y de la Iglesia), y en Estados Unidos de América, por la Guerra de Secesión se había establecido un impuesto global sobre la renta de los ciudadanos.

Pero, en realidad, ninguno de estos impuestos duraba mucho (se derogaban al poco tiempo de que finalizaba algún conflicto), y su método de cobro nunca era “directo”, sino que se basaba en un cálculo que supuestamente medía la capacidad contributiva del ciudadano, no a partir de su ingreso mismo (que nunca se declaraba), sino por lo que era visible y juzgable a primera vista por el fisco.

El ejemplo más común de esto era el impuesto cobrado por puertas y ventanas de las residencias, sobre lo cual se determinaba el monto de la tributación, o el impuesto al predial, que se calculaba en función del alquiler de todas las tierras propiedad del contribuyente.

Ambos factores representaban un impedimento natural para impulsar gravámenes fiscales de manera progresiva, y por tanto, se cobraban tasas fijas usualmente bajas y proporcionales al ingreso aparente del contribuyente.

No fue sino hasta 1799 cuando en Reino Unido se implementó el impuesto sobre la renta por primera vez, y durante casi dos siglos representó una fuente de ingresos extraordinarios que le permitían sufragar gastos bélicos o mitigar tensiones sociales. Antes de la Revolución Industrial (1766), era impensable un impuesto de esta naturaleza, porque en las sociedades no existían excedentes que pudieran ser gravables por el fisco, y no existía imprenta mediante la cual pudiese haber un registro de los contribuyentes: cuánto ganaban y cuánto pagaban; cuánto pagaban y cuánto eludían.

Tuvo que coincidir el avance tecnológico que le permitía a las necesidades liberarse de la trampa malthusiana de empobrecimiento constante, junto con los grandes conflictos bélicos derivados de las guerras napoleónicas, para que se instaurase este tipo impuestos.

Tanto en Europa del Norte como en Japón, varios Estados encontraron necesidades similares e introdujeron en sus sistemas fiscales un impuesto al ingreso, similar al de Reino Unido: Dinamarca, en 1870; Japón, en 1887; Prusia, en 1891 y Suecia, en 1903. El último de los países que se uniría a esta tendencia sería Estados Unidos de América, en 1913.

No fue casual la introducción de este impuesto en los diversos países. Casi todos los casos estuvieron antecedidos de conflictos bélicos o las necesidades de impulsar el gasto social poderosamente.

El más icónico es el de Prusia, que, bajo la tutela del jefe de Estado, Otto von Bismarck, creó las primeras leyes sociales europeas que implicaban un mayor gasto del gobierno en materia de jubilaciones, pensiones, salud y enfermedad, lo que, sumado a las transferencias por gastos bélicos y el proceso de unificación germana, creaba nuevas necesidades de financiamiento público.

De esta manera, las semillas de los Estados de bienestar que es posible encontrar antes de la Primera Guerra Mundial se pueden clasificar en dos grandes ideas de los gobiernos: 1) incrementar la seguridad nacional para la población (guerra), y 2) aumentar las capacidades sociales de los Estados. Es decir, sus capacidades para realizar transferencias de las personas ricas a las pobres. Y para ambos propósitos era fundamental cobrar impuestos enfocados a la renta.

No obstante, la introducción del ISR sólo permitió a estos países aumentar sus ingresos de manera marginal, y principalmente en compensación a otros gravámenes que se tenían (como los vinculados al comercio exterior), por lo que la cantidad de recursos a disposición de los gobiernos en total no cambió mucho.

 

La falla principal por la que este impuesto no recogía tantos recursos antes de los conflictos mundiales se debe a que las tasas a las que se cobraban estos impuestos, incluyendo los niveles de ingresos estratosféricos, eran marcadamente moderadas, lo que impedía que el gravamen funcionase con toda su efectividad posible.

 

 

Como se puede observar en la Gráfica 1, la tasa superior de impuesto que se cobraba estuvo prácticamente estancada hasta 1914, y después se disparó vertiginosamente al término del conflicto mundial.

Ningún país había querido gravar fuertemente el ingreso, Alemania misma, antes de la guerra tenía una tasa fiscal de un 3 por ciento en 1891, y pasó solamente a un 4 por ciento en 1915, antes de ser exponencialmente incrementada a un 40 por ciento en 1919.

En Estados Unidos de América no había un ISR como tal, sino una contribución fija, y sólo hasta 1916 se creó una tasa proporcional del 10 por ciento, que se incrementó después al 16 por ciento en 1917, y para el término de la Segunda Guerra Mundial ya existía un sistema de ISR progresivo que de manera súbita cobraba hasta un 67 por ciento. En Reino Unido, la tasa aplicable en 1909 (cuando se reintroduce el ISR en la ley) era de un 8 por ciento, cifra que a la fecha era considerada relativamente alta, y al término de la guerra ya era del 40 por ciento.

Para el resto de los países hay una historia similar; la tasa más alta a la que se gravaba antes de la guerra giraba en torno a un 2 y un 4 por ciento, mientras que después del conflicto subió a un máximo del 70 por ciento en diversas naciones, mostrando con ello, primero, que no fue sino hasta las guerras mundiales cuando se impulsó verdaderamente a los sistemas fiscales progresistas y, segundo, que la reforma fiscal progresiva era asequible para todos los Estados, sin necesidad de crear o introducir nuevos gravámenes, sino poniendo en operación los esquemas de progresividad ya existentes en la ley.

El viraje que experimentó este tipo de impuestos después del conflicto contó con el apoyo de todos los legisladores, sin importar su corriente política. Y no podía ser de otra manera, pues después de la guerra la situación financiera de la totalidad de países era lamentable; los gobiernos poseían deudas considerables que, más allá del Tratado de Versalles (en el que se exigía que Alemania pagase por todo), tenían la necesidad de obtener nuevos recursos.

El contexto en que los legisladores decidieron generar esta reforma es interesante. Tras el conflicto bélico, los trabajadores no contaban con un verdadero poder adquisitivo, los salarios eran deplorables, y varias oleadas de huelgas amenazaban con paralizar a los países, lo que virtualmente hacía imposible obtener mayores recursos de estos agentes. Encima, a nivel mundial se encontraba el riesgo de la Revolución bolchevique, como una vía alterna de desarrollo, lo que incentivaba a las naciones democráticas a impulsar una agenda de cambio basada en una mejor distribución del ingreso y, por tanto, en una mayor participación del Estado, con un sistema fiscal distinto al prevaleciente antes de la guerra.

Bajo estas circunstancias, ningún legislador, en ninguna parte del mundo, se opuso a que las personas que tuviesen mayores ingresos asumieran en mayor medida el pago de las deudas de guerra. Esto permitió que, para fines de 1930, la vasta mayoría de los gobiernos hubiese incrementado sus ingresos más de diez veces (véase el Cuadro 1).

Al paso de los siguientes años, se puede decir que los sistemas fiscales progresistas evolucionaron en dos vertientes diferentes. Por un lado, existió un proceso de contrarreforma en los años ochenta del siglo pasado (manifestado principalmente en Reino Unido y Estados Unidos de América) en el cual hubo una fuerte reducción de las tasas marginales, con la insistencia de llevar los impuestos directos a sus orígenes de preguerra.

El caso más famoso de estos impuestos fue el llamado Poll Tax, adoptado por el Reino Unido en 1988 y abolido en 1991, el cual preveía un impuesto uniforme (es decir, de un mismo monto) para todas las personas adultas, sin importar su nivel de ingreso o capital, de modo que la tasa impositiva era menor para las personas más ricas, como proporción de su ingreso o de su capital. En otras palabras, se optó por sistemas fiscales altamente regresivos, lo cual, en su caso, le costó el puesto a la primera ministra Margaret Thatcher en 1990.

El otro camino que siguieron los sistemas fiscales se originó a principios de los años noventa del siglo XX en los países nórdicos de Noruega, Finlandia, Dinamarca y Suecia, que adoptaron un modelo de gravámenes tipo dual.

Uno de los mayores inconvenientes de los impuestos directos, de tipo cedular, es decir, que gravan diferenciando la fuente de ingresos, es que mientras los ingresos que provienen de factores más inamovibles (como el trabajo) tributan a tasas crecientes, los ingresos provenientes de factores más flexibles (como el capital) lo hacen a tasas fijas usualmente bajas.

Esto sucede principalmente porque la segunda fuente de impuestos puede contar con un mayor proceso de arbitraje que impida su eficiente gravamen, lo que suele impedir la progresividad en este tipo de ingresos. Por ejemplo, en la comunidad europea existe una alta movilidad de capital, por lo que gravámenes altos en alguna región pueden provocar fácilmente la fuga de ahorro doméstico.

Esto se ha generalizado prácticamente en todo el mundo, a raíz de la globalización económica, por lo que la literatura sobre imposición óptima ha sugerido que los ingresos de capital no deben tributar al mismo nivel que los ingresos laborales, puesto que la elasticidad (la sensibilidad que hay a la tasa de impuestos) entre ambas fuentes de ingreso es diferente (mucho más alta en el capital respecto al trabajo).

En la década de 1990, países como Suecia, Finlandia, Noruega y Dinamarca lidiaban con el problema de estar gravando a tasas superiores a las del resto de Europa, incluyendo la tasa marginal sobre el capital, por lo que enfrentaban una fuga de inversiones importante. El sistema nórdico buscó solucionar este inconveniente creando una estructura progresiva sobre las rentas laborales, pero con la inclusión de un impuesto uniforme para los ingresos de capital, que se alinea con la tasa de ISR de personas en su primer tramo, junto con el ISR declarado por empresas.

Es decir, las fuentes de ingresos se agrupan únicamente en dos conjuntos: capital y laboral. El primero incluye intereses, dividendos, ganancias de capital, rentas de alquiler, regalías, renta imputada de vivienda, rendimientos imputados sobre inversiones en empresas no corporativas, etc.; mientras que el segundo consiste básicamente en los sueldos y salarios, prestaciones monetarias o en especie, pensiones y beneficios de seguridad social.

Los ingresos de capital se gravan a una tasa proporcional, mientras que los laborales siguen un esquema progresivo, y, para minimizar el arbitraje (la sustitución de ingresos por tipo de fuente en la declaración fiscal), la tasa marginal que grava el primer tramo de las rentas laborales es igual a la tasa sobre el capital que simultáneamente grava a la misma tasa de ISR que a las rentas empresariales.

Asimismo, los ingresos de los trabajadores independientes (o pequeños propietarios) se dividen entre capital e ingreso laboral. El primero se calcula aplicando un rendimiento presuntivo al valor bruto o neto de los activos, mientras que el residual se considera renta laboral, y tributa con un ISR empresarial.

 

 

A pesar de este esquema, en buena medida, el sistema nórdico generó un fuerte proceso de arbitraje en las rentas de trabajadores por cuenta propia, debido a que la diferenciación de la renta derivada del factor trabajo o capital no era clara, y permitía que muchos contribuyentes pudiesen tributar gran parte de sus ingresos empresariales a la misma tasa proporcional del capital (que, a su vez, pagaba la tasa más baja de ISR sobre personas).

En los países nórdicos ésta sigue siendo una tarea continua, y parte de la solución ha estribado en clasificar estrictamente el tipo de rentas que generan estos trabajadores. No obstante, una alternativa adicional al sistema nórdico se estableció en Uruguay en 2007, donde se reintrodujo el sistema dual, pero basado en la siguiente configuración.

La tasa aplicable a los rendimientos de capital es igual a la tasa marginal que paga el primer tramo de las rentas laborales, mientras que la tasa máxima que grava las rentas del trabajo es igual a la parte alícuota que grava las rentas empresariales.

Con ello, un trabajador independiente prácticamente sólo puede optar entre tributar como empresa, o como persona física, mientras que en el sistema nórdico alcanzaba a tributar como empresa a la tasa más baja del ISR por persona.

 

 

Diversos trabajos han mostrado que el sistema dual en estos países ha tenido importantes efectos en la disminución de la desigualdad respecto al sistema fiscal que le precedió (de tipo cedular), aunque no existe evidencia clara para saber si el ahorro aumentó tras el cambio de régimen. Y en todos los casos (incluyendo Uruguay) se consiguieron sistemas más progresivos.

En síntesis, es posible afirmar que la construcción de los sistemas fiscales progresivos presentó cuatro grandes transformaciones a lo largo de la historia, que permitieron su adaptación a los diferentes entornos económicos. La primera de ellas fue la introducción “técnica” y “legal” del impuesto sobre la renta que, como se ha señalado aquí, tenía un carácter progresivo limitado.

La segunda etapa consistió en un proceso de masificación del impuesto, que paralelamente condujo a la ampliación del Estado en sus funciones de garante del bienestar social, y que ocurrió a la luz de la emergencia económica y mundial derivada del conflicto bélico y la Gran Depresión.

Las últimas dos etapas representan una bifurcación de la época heredada de la guerra. Por un lado (el tercer camino), se generó una contrarreforma que ha limitado preponderantemente las capacidades progresistas de los sistemas fiscales, es decir, permitir que las personas que puedan pagar más, lo hagan.

El segundo camino ha sido una vía alternativa al gravamen de tipo cedular (es decir, por tipo de fuente), conocido como sistemas duales, y que están principalmente representados en los países nórdicos.

En consecuencia, en el contexto internacional, se puede argumentar que el camino de construcción de los sistemas fiscales progresistas sigue siendo una tarea pendiente, de continuo análisis y mejora. Pero que, de manera principal, debemos su avance a los años 1914 a 1945, que están marcados por la guerra, la crisis, y la oportunidad de cambio.

Hacia un nuevo orden fiscal

Los ejemplos y el repaso de los sistemas fiscales progresivos de otros países muestran que la actuación de México para transitar a estos esquemas ha sido, al menos, tibia. Además, a través del tiempo, la acumulación de riqueza y de capital en el país ha ido en detrimento de la igualdad y del nivel de vida de las personas.

En México, a diferencia de otros países donde existen grandes recursos estadísticos para calcular los niveles de desigualdad, se carece de estadísticas longitudinales que permitan estimar con precisión el grado de concentración de la riqueza. En primer lugar, porque, por décadas, las autoridades se negaron a transparentar las cantidades de impuestos que el uno por ciento más rico del país aportaba y, en segundo, porque las encuestas que miden los ingresos de las mexicanas y los mexicanos difícilmente pueden captar los extremos, tanto los más pobres como los más ricos.

No obstante lo anterior, existen algunos análisis que permiten aproximarse a la distribución del ingreso en México. Por ejemplo, la Standardized World Income Inequality Data Base muestra que el país se encuentra entre los que tienen mayores niveles de desigualdad. Igualmente, los ejercicios llevados a cabo por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos colocan a México como el cuarto país más desigual de quienes la integran.

En lo que respecta al cálculo de la concentración de riqueza del uno por ciento más rico en México, dos de las estimaciones recientes señalan que concentran entre el 17 y el 21 por ciento del total de los ingresos en el país. Mientras tanto, el 50 por ciento de la población de menores ingresos captura apenas el 11.8 por ciento. Al respecto, vale la pena realizar tres acotaciones importantes.

La primera es que incluso dentro de ese uno por ciento más rico existen diferencias significativas. En otras palabras, si el uno por ciento más rico se dividiese, nos daríamos cuenta de que los niveles de desigualdad de esa fracción de la población es altísima, lo que da como resultado que una gran proporción de la riqueza del país se concentre en sólo una decena de personas.

La segunda es que el 10 por ciento más rico del país, el último decil en su conjunto, concentra el 50 por ciento de los ingresos. Esto implica que solamente el 50 por ciento del ingreso es distribuido entre la mayoría de la población. La tercera es que, si estos cálculos fueran realizados sobre el capital y no sobre el ingreso, el resultado sería una imagen de aún mayor desigualdad en México.

Tales niveles de desigualdad son, por sí mismos, preocupantes, pero pueden ser mucho peores, si los costos de la crisis por COVID-19 fueran distribuidos como normalmente ha ocurrido en México, de manera desproporcionada, afectando mayoritariamente a los más vulnerables. Para que esto no suceda resulta necesario considerar las opciones disponibles para generar un sistema de redistribución más justo y equitativo, y para ello es pertinente observar lo que se está planteando en otras partes del mundo.

En Europa, por ejemplo, economistas, académicas y académicos están planteando la posibilidad de volver a utilizar el impuesto sobre el excedente corporativo, para evitar el enriquecimiento extraordinario de algunos negocios a causa de la contingencia.

Las personas usuarias de Amazon han aumentado en 32 por ciento, en comparación con el año pasado, y la fortuna de su fundador, Jeff Bezos, se ha incrementado significativamente; empresas dentro de la industria de suministros médicos, como 3M, registran ganancias extraordinarias; el valor de las acciones de negocios como Zoom y Netflix, plataformas digitales que en estos momentos experimentan un aumento en su demanda, se ha elevado considerablemente. Otras corporaciones, como Nestlé, se han visto beneficiadas con las compras de pánico causadas por el COVID-19.

Del otro lado de la moneda, millones de pequeñas y medianas empresas están siendo fuertemente afectadas por la crisis. Existen muchos negocios familiares que no cuentan con la liquidez necesaria para sobrevivir durante el periodo de confinamiento. Bajo este contexto, no resultaría descabellado que los países recurrieran nuevamente a los impuestos sobre los excesos de ganancias corporativas para distribuir el costo de los rescates económicos que se están aplicando, a efecto de superar la crisis causada por la pandemia, tasando mayoritariamente a los ganadores y no a las entidades económicas que en estos momentos atraviesan dificultades.

Otra de las propuestas que más consenso ha obtenido hasta el momento es implementar un impuesto progresivo y temporal al uno por ciento más rico de cada nación, que serviría para pagar los bonos emitidos por los países durante la crisis del COVID-19 o para inyectar recursos a fondos de rescate destinados a estabilizar sus economías. Esta solución evitará que con la adquisición de la deuda se transfiera la riqueza del sector público a un grupo selecto del sector privado. Incluso, el Fondo Monetario Internacional ha sugerido considerar un aumento a los impuestos sobre la renta, la propiedad y la riqueza a través de un impuesto solidario.

Éstas y otras medidas están siendo actualmente discutidas en el mundo. Sin embargo, en México el actual pacto fiscal muestra signos de agotamiento que deben ser considerados. Por un lado, la carga fiscal nacional, es decir, la cantidad de recursos que el gobierno adquiere de la sociedad, es de las más bajas del mundo y limita reiteradamente la capacidad del gobierno para fomentar el crecimiento económico e impulsar el desarrollo social.

Por otra parte, hasta hace muy poco, la forma como se gastaba el erario era sumamente deficiente, con desvíos inimaginables de recursos a favor de las propias autoridades, o grupos capaces de generar una verdadera presión política, lo que, si bien por la vía democrática se ha frenado y ha implicado un verdadero cambio en el país, también ha dejado un lastre en la imagen del uso del gasto público que tardará varios años en poderse resarcirse.

Finalmente, los gobiernos pasados tuvieron como mantra universal y sistemático gastar más de lo que se ingresaba, lo que heredó niveles de deuda significativamente altos, que constriñen no sólo a la presente administración, sino que han comprometido el futuro de las siguientes generaciones.

Bajos ingresos, mala calidad del gasto público y una importante deuda son los tres pilares del pacto fiscal vigente en el país. Y aunque algunos de ellos han comenzado a derrumbarse en el periodo reciente, se necesita que el cambio se acelere.

La sociedad y la crisis actual son oportunidades para que el sistema fiscal y las autoridades de todo el mundo se adapten, se transformen y puedan ofrecer soluciones óptimas y oportunas para la población, tal como ocurrió en los años que prosiguieron a la Gran Depresión y a las guerras mundiales. Es necesario reformular el pacto fiscal actual e ir más lejos de la estructura con que contamos.

Así, surge la interrogante de hacia dónde podemos direccionar un nuevo pacto fiscal. Es claro que, ante la actual coyuntura, ceñida a un ambiente de inactividad económica, a la pandemia del coronavirus y a los inusitados precios del petróleo en el mundo, los retos fiscales hacia adelante serán mayores.

En buena parte del mundo, incluido México, comenzará a correr la duda de cómo obtener nuevos recursos públicos, y en algunos países más, como sucedió después del periodo de guerras, la duda será cómo pagar la deuda generada.

Por estas razones, un nuevo pacto y una nueva estrategia fiscal son hoy en día cuestiones primordiales. En la historia, como ya se revisó, hay algunos episodios que nos enseñan, para bien y para mal, cómo lidiar con deudas abultadas y presupuestos flacos. Una opción es acudir al viejo truco inflacionario, al que países como Alemania y Francia recurrieron entre 1945 y 1948 para pagar sus deudas, o incluso Reino Unido, que solventó su endeudamiento con una inflación a doble dígito durante toda una década.

Pero hay un camino mucho más estable para hacer esto, que consiste en impulsar los sistemas fiscales progresistas de la época. Hay al menos tres vías disponibles para hacerlo:

 

  1. Tener impuestos a la riqueza o al patrimonio. Se trata de gravar los activos financieros y no financieros de las personas, sustrayendo el nivel de deuda que posean. Una parte de este gravamen consiste en cobrar impuestos a las propiedades, que es la forma más visible de riqueza, pero también a obras de arte, joyería, barcos, y activos financieros, lo que permitiría por primera vez gravar no sólo el “flujo” de la riqueza, sino también el “acervo” del patrimonio de las personas, lo cual es una de las fuentes de mayor desigualdad económica en nuestro país. Para evitar que los propietarios coloquen su riqueza fuera del país, en paraísos fiscales, se deberán también tomar medidas especiales.
  2. Ampliar los impuestos a las herencias y donaciones. Consiste en gravar la transmisión gratuita de bienes, entre los cuales se incluyen prácticas de donaciones, legados, beneficios por fideicomisos, beneficios por cobros de seguros y cualquier otro tipo de enriquecimiento patrimonial a título gratuito. Es una práctica regular en el país donde existan enriquecimientos inexplicables por estas circunstancias, y aunque en la actualidad existe este gravamen para montos mayores a los 10 millones de pesos, es necesario repensar su configuración, base y progresividad.
  3. Impuestos al capital. Para regular la riqueza patrimonial, no basta con repensar el modelo fiscal respecto a la riqueza y el patrimonio, sino que es necesario adaptarlo a la forma en que esta riqueza se genera, que obedece en buena medida a las estructuras de capital. Actualmente, existe un gravamen de este tipo en México, que es del 10 por ciento, pero la concepción de capital, atribuible al rendimiento de la inversión, es limitativa, y no hay un margen progresivo dentro de su diseño actual.

 

La mayoría de estos gravámenes pueden estar sujetos a un tiempo determinado, y de hecho pueden funcionar como parte de un nuevo pacto fiscal, dada la emergencia sanitaria. Bajo una situación como la actual, resultaría razonable pensar en la construcción de sistemas fiscales progresivos. Y deben ser progresivos porque, mientras las personas más privilegiadas son capaces de mantener sus trabajos y sus remuneraciones con actividades a distancia, hay otra gran parte de la población, la menos beneficiada, que está sufriendo de manera desproporcionada los inconvenientes de la crisis.

Si el uno por ciento de la población concentra los mayores niveles de riqueza del país y cuenta con los mayores privilegios fiscales (en la medida en que puede contar con un arsenal de contadores que le permitan eludir impuestos bajo el régimen actual), es razonable instaurar un sistema progresivo emergente, que permita beneficiar al 99 por ciento restante de la población.

Cobrar impuestos y la manera de gastarlos es el nudo central de la relación entre la ciudadanía y el gobierno. Y mejorar nuestro pacto fiscal es una ruta viable para mejorar nuestro futuro. La reforma no sólo es necesaria por la coyuntura que enfrentamos, sino que representa una tarea histórica de los gobiernos en la vía de construir sociedades más justas y equitativas para todas y todos. Es primordial revolucionar el sistema fiscal, empujarlo a ser más progresista, con la intención cabal de solucionar el problema actual y los venideros.

La rebelión del capital

Debemos preguntarnos qué pasaría si se siguen el mismo modelo y los mismos métodos que antes. La respuesta es simple: las grandes corporaciones o empresas serían beneficiadas de los recursos que se adquirirían a través de la deuda y, una vez pasada la pandemia, los costos serían soportados por los más vulnerables.

Por sólo mencionar un ejemplo, podemos referirnos al caso de México, en donde en repetidas ocasiones la adquisición de deuda pública no ha ido acompañada de una redistribución en los impuestos. Ésta ha sido una realidad generalizada en nuestro país, pero se volvió mucho más evidente durante las dos pasadas administraciones, cuando la deuda pasó de 2.1 billones de pesos a 11 billones de pesos. Es decir, tan solo en doce años la deuda creció en un 423 por ciento en tiempos de relativa estabilidad y en momentos en que el precio del petróleo llegó a máximos históricos.

En otras palabras, durante un periodo de doce años, el crecimiento promedio de la deuda pública de México fue del 12 por ciento, sin que en realidad se supiera a dónde fueron a parar los recursos, sin haber generado incrementos en la productividad ni tasas de crecimiento económico extraordinarias. Si esta tendencia se continuara, como un sector de las cúpulas empresariales desea, para finales de 2024 la deuda pública en el país ascendería aproximadamente a 19 billones de pesos.

Para cualquier gobierno, el endeudamiento es una decisión sencilla y rápida para salir de los problemas, pero para las generaciones futuras estas decisiones, sin el acompañamiento de las políticas adecuadas, pueden resultar en una larga agonía. Aun así, trasladar los costos presentes a las generaciones futuras es una alternativa tentadora para la clase propietaria del capital.

Por estas razones, el actual Gobierno de la República decide que el endeudamiento no sea la primera y única opción para lograr superar la crisis del COVID-19. Al contrario, se está haciendo uso responsable de las finanzas públicas no sólo para dar prioridad a las clases más vulnerables que, bajo los modelos de rescate que otras naciones están llevando a cabo, no están siendo atendidas, sino para evitar que sean el pueblo y las generaciones más jóvenes quienes tengan que cargar con los costos de la reactivación económica.

Resulta normal que esta forma de dirigir el timón durante la crisis moleste a quienes se habían acostumbrado a formar parte de las clases privilegiadas cuyos intereses eran los primeros en ser atendidos, tanto en tiempos de crisis como en los de normalidad. Es también estándar que integrantes de la clase política del antiguo régimen utilicen la emergencia como una palanca para intentar frenar el cambio de régimen, y que sus esfuerzos sean acompañados por algunos medios de comunicación que también tienen nostalgia de las concesiones que en el pasado les eran otorgadas.

Y por mantenerse fiel a los principios e ideales que democráticamente le dieron el triunfo, actualmente, el presidente de la República y quienes lo acompañan en la batalla contra el COVID-19 están bajo ataque constante. De manera simultánea, las autoridades tienen que hacerle frente a la crisis económica y de salud, y también deben contener la rebelión del capital, que pugna para que sean sus intereses y no los de la mayoría los que prevalezcan.

También por ello hay sectores que consideran que el planteamiento del Ejecutivo federal tiene fallas de origen, porque el presidente no piensa como los que antes estuvieron ahí; él tiene una auténtica y profunda vocación social, podrá incluso correr riesgos, sufrir una embestida mediática en conjunto o que un mayor número de electores —incluyendo a integrantes de la clase media y de los ámbitos intelectual, académico y empresarial— le retire su respaldo, pero no cambiará, porque su formación política es contraria a la ortodoxia neoliberal que ha predominado en México durante los últimos 30 años.

De ahí que haya incomprensión hacia los planes y programas que ha puesto en marcha el titular del Ejecutivo federal, y que se avizore un conflicto mayor o un desencuentro más profundo con los sectores que intentan cambiar el carácter, el pensamiento y la propuesta de quien conduce legítimamente al país.

Muchos han pensado que va a contracorriente respecto de otros países del mundo, incluyendo al más poderoso de ellos: Estados Unidos de América. Y es cierto, el presidente ha tenido que resistir los embates mediáticos, la formación de frentes económico-políticos, constantes insultos e inclusive amenazas separatistas. Pero a pesar de todo esto, a pesar de la rebelión del capital, esta vez los intereses de la mayoría no se negociarán. La crisis profundizará el cambio de régimen, no lo frenará, como algunas personas quisieran.

Convendría que quienes se han dedicado a atacar las acciones de las autoridades de la República para sacar algún tipo de ventaja cambiaran su posición y rectificaran el rumbo hacia el camino del entendimiento y no del divisionismo. Muchas y muchos empresarios están cerrando filas por México y, de manera solidaria y responsable, están apoyando las decisiones para evitar que la población más vulnerable sea arrasada por el desastre de la pandemia.

Aún falta mucho camino por recorrer. México atraviesa actualmente en el pico de la pandemia, y el número de contagios y fallecimientos, lamentable y lastimosamente, aumentarán. Los daños económicos serán también inevitables y, muy probablemente, se requerirá de un mayor número de mecanismos para hacerles frente y poder cubrir las necesidades de cada sector. Sin perder de vista las prioridades del proyecto de nación, se deberán diseñar políticas que beneficien asimismo a las empresas, pero esto no implica que el costo de estas medidas sea distribuido de manera inequitativa, y para ello se tiene que pensar en el nuevo orden que se deberá implantar.

En este sentido, vale la pena que los ánimos de rebeldía del capital se canalicen en apoyar y proponer esquemas fiscales progresivos, una medida que probablemente también generará resistencias. Sin embargo, es necesario entender que México no puede repetir los errores del pasado, y no debe seguir soportando los abusos de los que fue víctima. Si la deuda llegara, tendría que venir acompañada de un plan de recaudación justo y de las magnitudes necesarias para que ni quienes menos tienen ni las futuras generaciones tengan que pagar por las decisiones del presente.

 

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