El cisne negro de la violencia política

La pugna económica por las rutas, mercados y territorios de influencia de los carteles los llevó de manera directa a buscar el control del poder público local y regional.

Hasta antes de la llamada “guerra contra el narco” del expresidente Felipe Calderón, los asesinatos de candidatos en campaña y autoridades en funciones eran marginales.

La violencia política que existía antes de esa guerra era selectiva. Afectaba a dirigentes e integrantes de movimientos de izquierda, que actuaban en el ámbito sindical, rural y estudiantil. La etapa de la llamada “guerra sucia” contra la izquierda tuvo cuatro momentos muy marcados:

1) la persecución de los movimientos guerrilleros de los años sesenta (Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas);

2) la represión al movimiento estudiantil de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco (1968);

3) la desaparición y encarcelamiento de dirigentes sociales durante la década de los setenta del siglo XX (a cargo de la temible Federal de Seguridad), y

4) la represión soterrada que se registró en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari contra militantes y activistas del PRD, que en cinco años —de 1989 a 1994— registró 265 víctimas fatales (Combes, 2021).

Todos estos actos de violencia política corrieron a cargo de cuerpos oficiales de seguridad, por lo que se pueden calificar sin titubeos como “crímenes de Estado”.

La “guerra contra el crimen” de Calderón cambió sustancialmente esta narrativa de violencia política. Las víctimas dejaron de ser exclusivamente militantes y activistas de izquierda, para afectar de manera visible y notable a aspirantes en campaña y autoridades políticas, de todos los partidos y en todos los órdenes de gobierno.

Esta modalidad de violencia política fue parte del control territorial que desataron los grupos delincuenciales en varias regiones del país. La pugna económica por las rutas, mercados y territorios de influencia de los carteles los llevó de manera directa a buscar el control del poder público local y regional.

Fue así como los procesos electorales se empezaron a teñir de rojo. Mientras que las elecciones previas a 2012 registraron asesinatos de candidatos de manera aislada (dos en 2009, tres en 2010, ocho en 2011 y cinco en 2012), a partir de 2015 la cifra se elevó a 12 candidatos y autoridades victimados, para cuatriplicarse a 48 en 2018 (Hernández, 2020) y alcanzar el récord de 139 víctimas mortales en el proceso electoral de 2021 (61 personas políticas y 78 funcionarios de gobierno, según el índice de violencia política de Etellekt Consultores).

Un indicador actuarial: las compañías de seguros triplicaron las pólizas de las PPE (“personas políticamente expuestas”) o simplemente dejaron de asegurarlas. La suya es considerada una profesión “altamente peligrosa”, a nivel de los deportes extremos.

Esto fue lo que el pasado domingo me llevó a expresar ante las y los compañeros consejeros nacionales de MORENA lo siguiente:

“No puedo dejar de mencionar al elefante en la sala; al enemigo público número uno de nuestra seguridad y nuestra democracia, que habrá de acechar no sólo a MORENA, sino a todos los actores políticos que concurrirán a la elección más grande de nuestra historia: la intromisión de la delincuencia organizada en el proceso electoral y su actuar violento. Cuidemos el perfil de nuestros candidatos, su seguridad, sus financiamientos, sus campañas. Cero tolerancia a la menor injerencia de este cisne negro en el proceso electoral”.

Fuentes:

  • Helène Combes, “Matar candidatos. El PRD en los años noventa”, Pie de Página, 16 de julio de 2021.
  • Víctor Antonio Hernández Huerta. “Candidatos asesinados en México, ¿competencia electoral o violencia criminal?”, Política y gobierno, CIDE, volumen XXVIII, número 2, II semestre de 2020.

 

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